sábado, 28 de agosto de 2010

La situación de los mineros chilenos y la importancia de las medidas de seguridad en el trabajo

Hoy quiero hablar a las familias de los mineros atrapados en el fondo de la mina de cobra y oro en el norte de Chile. Les doy la enhorabuena porque los trabajadores están vivos y parece que, salvo algún bajón emocional, en buen estado de salud. He seguido día a día, desde que se produjo el accidente, la evolución de esta catástrofe y no puedo evitar una gran indignación.
Por las noticias que nos llegan a través de la televisión, la prensa y este invento que es internet, he sabido que la mina fue cerrada por falta de medidas de seguridad al haberse producido un accidente del que resultó la muerte de un hombre. Después de un año de inactividad, la mina se reabre y la empresa propietaria declara expresamente que no sabe si podrá abonar los salarios de los trabajadores y que no les hizo un seguro que les protegiera a ellos o a sus familias en casos como el producido; es decir, que se encuentra en bancarrota o, al menos, así quiere aparecer –para evitar pagar las indemnizaciones-, con lo que me es fácil imaginar que tampoco habrán invertido mucho en medidas de seguridad para evitar catástrofes de este tipo. Parece que la mina carecía de salida de emergencia. En todo caso, la mayor prueba de que la mina no contaba con suficientes medidas de seguridad es la producción del accidente que comentamos.
La empresa es responsable civil y penalmente por no haber previsto que podía darse este resultado o, si lo previó, de no haber dispuesto las medidas oportunas para que no se diera: treinta y tres hombres atrapados en un pequeño recinto, en las entrañas de la tierra, a setecientos metros de la corteza terrestre. ¿Habrá bajado alguna vez a esa galería alguno de los dueños para ver en qué condiciones trabajaban sus empleados? Y recemos para que la operación de rescate se realice en el mínimo tiempo posible y con éxito, porque vivir en completa oscuridad, en un recinto pequeño, con miedo a no salir y sin tener suficientes alimentos o aire es una situación que, aunque todo vaya bien a partir de ahora, puede volver loco a cualquiera. A los atrapados y a sus familias.
Si esa mina era peligrosa y el empresario no quiso gastarse el dinero necesario para hacerla más segura ¿por qué las autoridades chilenas autorizaron la apertura? Esa aquiescencia para su reapertura les convierte en cómplices del hecho. Y cómplices necesarios, porque con su negativa y la vigilancia para que ésta se cumpliera también se habría evitado este desastre.
Los trabajadores son la parte más débil de una relación laboral, por lo que la legislación nacional debe protegerlos especialmente: para que estén en igualdad de condiciones con el patrón. El patrón tiene el dinero. El trabajador no tiene más que la fuerza de sus brazos, por lo que para que haya una equiparación de sus posiciones a la hora de negociar un contrato de trabajo, el Estado debe garantizar unos mínimos derechos al trabajador.
Entre los derechos inalienables que posee, está el de que se proteja su salud mientras trabaja. Los sindicatos tienen mucho que hacer en ese campo. Y no he visto nunca una huelga –no digo que no haya tenido lugar, solo que no tengo noticia de la misma- convocada porque en el trabajo no existen suficientes medidas de protección de la salud. Un trabajador sólo no puede hacer gran cosa. La asociación de muchos trabajadores, bien dirigidos, puede forzar la situación hacia la protección de sus intereses.
Aquí no solo debe indemnizarse a los trabajadores por los daños físicos sufridos, sino también por los daños morales de ellos y de sus familiares. Y, si los resultados de la investigación, señalan faltas de medidas de seguridad, además tenían que pagar con la cárcel.
Esos trabajadores necesitaban el trabajo para sobrevivir. Por ello accedieron a trabajar desprotegidos. ¿No es triste que la riqueza de algunos justifique la expoliación de otros?
Es necesario un nuevo orden social y económico en este planeta. No todo puede justificarse por el lucro que se obtiene. Hay cosas que no tienen precio y, sin embargo, valen mucho: el tiempo y las condiciones que esos treinta y tres hombres pasen hasta que sean rescatados, nadie se lo pagará nunca por mucho dinero que les den.
Y lo peor es que me temo que les darán muy poco.
Todo mi apoyo a los trabajadores chilenos. Siento con Vds. su dolor y deseo y espero que todo salga lo menos mal posible. Bien ya no puede salir. Y les animo a exigir del gobierno que promulgue leyes que obliguen a estudiar los riesgos de cualquier trabajo, a prevenirlos y a paliarlos, y que, mediante un buen sistema de Inspección de Trabajo, independiente políticamente, se haga cumplir lo legislado.
Con mis mejores deseos,

jueves, 26 de agosto de 2010

La guerra: un gran negocio

En este momento, me gustaría decirles a las familias de los Guardias Civiles y del intérprete asesinados en Afganistán, cuánto siento su dolor por la pérdida que han sufrido. Nadie podrá reemplazar a esas personas en el ámbito familiar, en el círculo de amigos, y aun los que no los conocemos personalmente sabemos que hemos perdido a compatriotas valientes que eligieron una profesión de riesgo por la vocación de protegernos a los demás, exponiendo si era preciso su vida para evitar hechos delictivos. El intérprete había nacido en Irán pero llevaba más de media vida residiendo entre nosotros y tenía la nacionalidad española. Descansen en paz.
Cada vez que lamentamos un hecho luctuoso de esta naturaleza se destapa la caja de los truenos en España. Y yo quisiera darles mi opinión de ciudadano de a pie, es decir, desinformado de los recovecos donde se mueven estas llamadas operaciones de paz. En fin, lo que se ve desde aquí.
Y desde mi punto de vista no hacía ninguna falta la invasión de Afganistán, ni la guerra contra Sadam Hussein. Y mucho menos hacía falta que España participara en dichas acciones. De todas formas, los objetivos que teóricamente se perseguían no se han alcanzado: no se ha detenido a Bin Laden, los talibanes siguen teniendo un poder incontrolable en Afganistán –para muestra los últimos tres penosos botones- y no se hallaron las famosas armas de destrucción masiva.
En Afganistán sigo viendo, por la televisión, mujeres con su burka. Imagino que, aunque la ley garantice la educación de las mujeres y su igualdad con los hombres, la realidad está muy lejos de ella. Habrá que convencer a los padres, hermanos, maridos… y eso lleva bastante tiempo; no se consigue con la simple promulgación de la ley. Bin Laden sigue haciendo de las suyas; hace unos días se liberaron los dos cooperantes españoles que aun tenía secuestrados, previo pago de un rescate millonario y la excarcelación de varios presos de Al Qaeda. O sea, que no solo no se le ha apresado sino que nos toca negociar con él de igual a igual y ceder ante su posición de fuerza. ¿Qué se ha ganado en la guerra de Afganistán? ¿Cuánto tiempo más estarán las Fuerzas Armadas allí? ¿Cuántas vidas más tendremos que sacrificar?
            Bin Laden fue entrenado por la CIA pero cuando dejó de tener utilidad para EEUU se le presentó como el terrorista mayor del mundo. El que sabe gestionar el miedo de los demás es capaz de arrastrar las masas hacia el punto que le interesa. Y a Bush le interesaba la guerra. Sadam Hussein no era un extremista religioso, en su país no solía haber mujeres con burka. No tenía armas de destrucción masiva. En los informes que presentaron los expertos en la ONU les vimos sudar explicando que no habían visto nada, pero las noticias no se dieron así. Se hizo ver que éstas existían pero no se habían encontrado. ¿La causa? No la sé. Pero me hace pensar y mucho el hecho de que Afganistán e Irak cuentan con grandes reservas de gas y petróleo y ambas naciones habían dejado de ser aliadas de EEUU.
            Y es que la guerra, de la que todo el mundo habla pestes en público, es un negocio muy rentable. Para algunos, claro. Quizá a las arcas públicas de EEUU le hayan costado dinero y vidas estas dos guerras pero habrá muchos que han hecho su agosto con ellas: las petroleras, la construcción (de gaseoductos), la industria textil (los soldados han de ser vestidos adecuadamente y necesitan muchas tiendas de campaña), la industria alimenticia (son países donde hay que enviar raciones de comida envasada que puedan tener una fecha de caducidad lejana porque los recursos del país no dan para su alimentación), los bancos que financian las operaciones, la industria armamentística… la cual, además puede probar sus armas en estos países. Todo esto se convierte en beneficios en alguna parte.
¿Qué pinta España en todo esto si ésta no es nuestra guerra? ¿Se acuerdan Vds. de hace muchos años cuando la campaña electoral del PSOE en la que uno de los lemas era “Otan, de entrada, no”? ¿Se acuerdan Vds. del plebiscito que plantearon al pueblo una vez alcanzaron el poder? ¿Se acuerdan que la pregunta concreta no la entendió nadie?
El caso es que la presión que sufrió el PSOE le hizo cambiar de opinión pasando de prometer al electorado la salida inmediata de España de la Alianza Atlántica en el caso de que ganaran, a convocar un plebiscito haciendo campaña a favor de nuestra permanencia en la OTAN. Plebiscito que, por cierto, ganaron al igual que habían ganado las elecciones haciendo la propaganda contraria sobre el tema. Curioso ¿no?
Y ¿cuál es el resultado? Pues que muchos soldados españoles se dejan la vida en esos campos de batalla mientras el Gobierno –todos los que hemos tenido- nos engañan con el eufemismo de que van en misiones de paz. ¿La invasión de un país soberano por otro es una misión de paz? Cuando los franceses invadieron España ¿lo hacían en misión de paz? No lo entendieron así los madrileños.
Y esos soldados, algunos de ellos de tan solo 18 años y con una formación mínima de cuatro meses, van allí a dejarse la vida. No van obligados. A esa edad nadie piensa que puede morir, eso les pasa a los demás. Y las compensaciones económicas que les ofrecen son un aliciente poderoso para que haya voluntarios. Un soldado raso puede llegar a ganar en una de esas “misiones de paz” hasta casi tres veces más de lo que ganaría si estuviera destinado en España. Su sueldo de multiplica por más de tres. Imaginen Vds. lo que ganará un capitán, un coronel, un general…
Los políticos tienen la puerta abierta para ser colocados en puestos muy bien remunerados en organismos de la OTAN. Piensen en Javier Solana, que pasó de adalid del proceso de salida de España de la OTAN a su Presidencia. ¿Tanto le cambiaron las ideas? ¿Comprendió algo que, antes de estar en el Gobierno, le estaba vedado? Sí, comprendió que su carrera y su sueldo podían mejorar considerablemente.
Por lo tanto, en la guerra todos ganan. Todos los que deciden. Solo pierden los chicos muertos, que atraídos por el señuelo del dinero fácil –en cuatro meses ganan lo que aquí en todo el año- arriesgan su vida en una guerra que no es suya y que no se tenía que haber producido.

lunes, 23 de agosto de 2010

Con mangas y a lo loco

Todo el personal se ha quedado estupefacto. Abren los ojos como platos, redondos, como si se les fueran a salir de las órbitas. Y a pesar de la muchedumbre que hay, la Iglesia se ha quedado en absoluto silencio durante un instante. Luego se ha comenzado a oír un murmullo creciente. Después se miraban unos a otros sin saber muy bien qué hacer.
El cura que oficiaba se ha levantado de la sede, ha cruzado el presbiterio y, con una señal de su mano, ha mandado subir a una señora mayor, rubia -¡cómo no!- quien se ha acercado al libro de lecturas de la Misa y ha seguido leyendo lo que yo me he dejado. Bastante mal, por cierto.
Todo comenzó la semana pasada cuando asistí a la misa en una parroquia que no es la mía. Estamos en Agosto. Me senté en el segundo banco. Al poco y antes de comenzar la Eucaristía de la Solemnidad de la Asunción de la Virgen, se acercó un señor que parecía mangonearlo todo y le dijo a otro señor que estaba a mi lado si saldría él a leer. Rechazó la propuesta alegando que no había traído sus gafas.
Me ofrecí a sustituirlo. El tipo me miró de arriba abajo. No nos conocíamos. En su rostro se marcó una expresión de “¿quién es ésta que se mete en nuestro terreno?”, dilató un instante su respuesta y dijo: “No, Vd. no puede subir a leer porque lleva un vestido sin mangas”. Se dio la vuelta y se fue.
Miré atentamente mi vestido. Es un vestido largo que me llega a media pantorrilla y, si bien es cierto que no lleva mangas, tampoco es de tirantes. Los hombros, anchos, unen las piezas de la espalda –sin escote de ninguna clase- y la del pecho –descotado con prudencia. En el templo, grande, hacía el calor propio de la estación y la gente se abanicaba sin parar. Me fijé en la cola de la comunión y vi chicas en pantalón corto, tops y escotes palabra de honor. A ninguna le fue negada la forma consagrada.
Cuando el cura nos echó la bendición, esperé a que entrara en la sacristía y fui tras él. Iba decidida a darle la enhorabuena por la homilía que había pronunciado, ya que hacía mucho tiempo que no escuchaba algo tan valiente. El tipo que había despreciado mi ofrecimiento nos vio hablar. Cuando salí estaba fuera disimulando que realmente me esperaba. Se acercó a mí y me dijo: “Discúlpeme, no sé por qué le he dicho que no saliera a leer. Es cierto que va sin mangas pero no va indecente.”
Por un momento creí que había reconsiderado su actitud pero después caí en la cuenta de que, al verme hablar con el sacerdote, había pensado que yo podría haberle comentado algo. O sea, que lo que pasaba era que no quería perder su posición de “poder” de rata de sacristía.
Este domingo he vuelto a misa a la misma Iglesia –estoy de vacaciones en el lugar- y llevo un vestido con el dobladillo de la falda por debajo de la rodilla. Asimétrico, lleva una manga por el codo y el otro brazo queda al descubierto.
He hablado con el tipo “ratón” y le he preguntado, humildemente, si hoy podría leer. Me ha dicho que leería la segunda lectura: Carta a los Hebreos, 12, 5-7, 12-13: “Habéis echado en olvido la exhortación que, como hijos, se os dirige: Hijo mío no menosprecies la corrección del Señor ni te desanimes al ser reprendido por él pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Cierto que ninguna corrección es de momento agradable, sino penosa; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella”.
Quedaba parte de la lectura pero no he seguido. He dicho en voz alta y clara, vocalizando para que me entendiera todo el mundo: “El domingo pasado, este señor –y lo he señalado con el dedo- no me dejó leer porque mi vestido no llevaba mangas. Como hoy llevo un vestido de una sola manga, leo hasta aquí. El resto no me permito leerlo por la falta de la manga, así que lo acabe otro que lleve las dos o, al menos, una”. Supongo que se habrá tomado a bien la “corrección”.
(La anécdota solo es cierta en la primera parte, hasta la disculpa, pero ¿qué habría pasado si la afectada hubiera tenido el coraje de hacer y decir esto?)

miércoles, 18 de agosto de 2010

Dios mío, ¡qué ganas tengo de que se acaben las vacaciones!

Dios mío ¡qué ganas tengo de que se acaben las vacaciones!
Esto, dicho así, puede parecer una locura para muchas personas que ansían durante once meses al año que llegue su merecido periodo de descanso pero, cuando les cuente mi situación, me van a comprender.
Soy sesentona, gorda, bajita, con el rubio de bote que llevamos todas cuando cumplimos cierta edad –no en vano dicen las estadísticas que en España hay más rubias que en Suecia. Y, lógicamente, tengo los achaques propios de la edad: que si las cervicales, un juanete que me mata, las varices y, sobre todo, un dolor de cabeza, persistente y sordo, que se apodera de mí cuando no he dormido lo suficiente. Dice el médico que, en realidad, es por el desgaste de las vértebras cervicales.
A pesar de todo, estoy en activo. No he dejado de prestar servicios como cajera de una ferretería que, contra todo pronóstico, ha sobrevivido desde comienzos del siglo pasado hasta hoy. Mi trabajo lo hago sentada pero casi inmóvil e inclinando la cabeza sobre la caja registradora. Ocho horas al día por cinco días a la semana. El sábado, gracias a Dios, me releva una chiquilla joven, contratada a tiempo parcial. Los dueños me tienen estima. Por los años y las crisis que hemos pasado juntos. A los de ahora los vi nacer pues yo ya trabajaba en la casa cuando ellos vinieron al mundo. No sé si mantienen mi puesto de trabajo porque les resultaría muy caro echarme a la calle o porque les convengo por mi experiencia y capacidad. Quiero suponer que por lo segundo. La verdad es que trabajo a gusto y tengo fama de cumplidora.
Cuando me casé, no dejé de trabajar como era la costumbre. La mujer que tenía una actividad fuera del hogar, al casarse, pedía la baja pues era una vergüenza para su marido el que siguiera haciéndolo, ya que ello significaba que no podía mantenerla. Salvo que fuera farmacéutica con farmacia propia o maestra. Lo primero porque era muy lucrativo y los hombres tampoco son tontos. Lo segundo porque se consideraba adecuado para una mujer, soltera o casada, pues las jornadas eran cortas y las vacaciones largas; por lo tanto, ella se podía ocupar simultáneamente de la casa y de los hijos. O sea que nadé contra corriente y vencí al seguir ocupando mi puesto.
Tuvimos dos hijos varones. Buenos chicos. Se portaron bien, estudiaron una carrera cada uno. Estoy orgullosa: tengo un Inspector de Hacienda y un profesor de Instituto. El mayor tiene dos niños y una niña. El pequeño solo tiene una niña. Todos mis nietos cumplen entre seis y dos años. Es decir, la revolución cuando están juntos.
Mi esposo, empleado de banca, insistió en comprar una casita, un hotelito, un chaletito, una torre… dependiendo de la región en donde Vds. se hallen. Y lo hicimos. Es una casa de dos alturas, grande, con bastante jardín –en aquel momento no había comenzado la salvaje especulación que nos ha alcanzado luego y pudimos comprarla.
La casita tiene un terreno trasero donde mi esposo, jubilado ya, todos los años planta lechugas, ajos, acelgas, tomates, pimientos. Todo en pequeña cantidad pero le mantiene entretenido.
Al principio, venirnos a la casita era una liberación. El sábado de buena mañana cogíamos el coche y hasta el domingo después de cenar estábamos allí. Yo era joven. Trabajaba toda la semana, arreglaba los niños, cocinaba, arreglaba la casa y el fin de semana rompía esa monotonía y me venía al chalet, donde tenía que traer comida, seguir guisando para todos, limpiar y arreglar el jardín. Mi esposo, aunque ahora ya no sea obvio, es hombre, y, claro, todas esas labores no van con él. Trabajaba en el banco, traía el dinero a casa y ya tenía toda su tarea hecha. Ahora, una vez retirado no voy a cambiar sus costumbres, así que ni siquiera lo he intentado. Sigue con su rutina: se levanta, va a controlar su huertita, si tengo suerte riega con la manguera el jardín, limpia un poco la piscina y ya se sienta a leer o a ver la televisión.
Cuando llega agosto me dan vacaciones en la ferretería y, todos los años, me vengo con la ilusión de cambiar de aires, de descansar y, también cada año, me doy cuenta de que descanso menos y me acuesto más tarde y más agotada. Vienen a comer, un día y otro también, y cuando no uno el otro o los dos, mis hijos y sus familias. Llegan, como es lógico a la hora justa de sentarse a la mesa, y me ayudan a sacar los platos. Después se sientan en el jardín. ¡Como hay lavaplatos! Pues yo me como el marrón de arreglar la cocina, después de comerme el de prever y comprar todos los alimentos que voy a necesitar para tanta gente. A la poca fresca que nos trae la noche se van y a mí me queda la casa sucia: mis nietos han entrado tierra a la casa con sus zapatos, han hecho guerras dentro de la casa y los muebles han servido de barricadas, el helado de media tarde se ha derramado encima del sofá, el cuarto de baño, con esa manía que tienen los hombres de marcar el territorio, huele a meados que echa de espaldas…
Me siento en la butaca del porche, derrotada en una guerra que no es la mía, y trato de hallar la causa de que resulte invisible para los demás, y nadie se percate de que mantener todo aquello en medianas condiciones de higiene cuesta esfuerzo, que no he podido leer nada en todo lo que llevo de mes, que no he visto a ninguna amiga con la que poder charlar un rato… y no digo nada. Mi esposo, único testigo que queda en la casa, no entiende lo que me pasa y, si me quejo, solo comenta: Pues diles que no vengan.
Dios… es que eso tampoco lo quiero. Deseo y necesito ver a mis hijos y a mis nietos y, si me apuran, también a mis nueras, pero me gustaría que, por una vez en la vida, me vieran ellos a mí en mi realidad. Me perciben como algo –ni siquiera una persona- a su servicio que, por amor, ha de aguantarlo todo sin pedir nada a cambio.
Así que deseo con todas mis fuerzas que venga septiembre y reintegrarme a mi querida ferretería, en la que me libero de estas ataduras, me pagan por mi trabajo y, cuando llega mi hora, me voy a mi casa sin que a nadie le parezca mal.
Si un día vinieran mis hijos y yo, sin estar enferma ni nada, les dijera: Hijos míos, he comprobado reiteradamente que no sabéis apreciar lo que os doy, así que he decidido no volver a guisar ni limpiar la casa. Ya os arreglaréis vosotros y vuestro padre para tener la ropa limpia, la comida hecha y la casa aseada. Yo dimito. No lo entenderían. Seguramente dirían: la mamá no está bien, hay que llevarla al médico, como si con unas pastillas volviera a ser el robot invisible al que están acostumbrados.
(Esta entrada se la dedico a todas las mujeres que en España les pasa lo mismo que a la protagonista. Yo les diría que no esperen agradecimiento por lo que hacen, pero que no se quejen tampoco. No conduce a nada. Lo que mejor entiende la gente son los hechos. Que hagan solo lo imprescindible y, cuando, alguno de la tropa les pregunte qué pasa que no está hecha alguna cosa, diga simplemente: no he podido y no voy a poder hacerlo. Sin más. Y si las molestan cuando leen o ven la televisión pidiendo algo que ellos mismos pueden obtener, tranquilamente que digan: Ahora no puedo; estoy leyendo. Ve y cógetelo tú mismo. No lo van a entender pero lo van a aceptar y se van a acostumbrar, seguramente sin cuestionarse el incidente, más pronto de lo que creen.)

martes, 10 de agosto de 2010

Historia de una amistad

Menos mal que la noche no ha sido fría. Solo hacia la madrugada, cuando comenzaba a clarear el día, me he tenido que arrebujar un poco con sus ropas, las que dejaron los guardias tiradas en el rincón donde dormíamos.
Cuando se lo llevaron, vagué por las calles sin rumbo fijo, con la mirada perdida y sin ilusión durante un tiempo. Al llegar la noche no supe ya dónde meterme y volví.
Por el olor, comprendí en seguida lo que estaba pasando. Hacía cuatro días que comenzó a oler diferente. Ese olor que tanto quería –y quiero- cambió un poco y supe que algo iba mal. Y acerté. El primer día aun se levantó y se fue a pedir arriba del puente. Yo fui con él, claro. Desde que nos conocimos siempre íbamos juntos. Formábamos una manada muy pequeña, de solo dos miembros pero teníamos manada y, ahora, no tengo nada, salvo su olor en estas ropas.
Nuestra vida fue dura. La de los dos. Porque, a lo largo de todo el tiempo que estuvimos juntos, entendí muchas cosas y constaté que su vida no había sido diferente de la mía.
A mí me perdieron cuando solo era un cachorro de seis meses. Tengo recuerdos de cuando formaba parte de una manada grande, con un jefe y su hembra y tres cachorros humanos que jugaban mucho conmigo. Me lo pasaba pipa con ellos. Nos revolcábamos todos juntos por el suelo. Les mordía los juguetes y me perseguían y luego, a la noche, me dejaban dormir en un colchoncito al lado de la cama del cachorro mayor. No sé qué pasó pero un día me perdí. El jefe de la manada me subió en una caja grande, de metal, con ruedas, que iba muy deprisa –luego he visto que son muy peligrosas porque pueden atropellarte- y nos fuimos muy, muy lejos. Allí bajamos, me tiró mi juguete de goma y, contento de poder devolvérselo, fui por él brincando por un terraplén que bajaba a un barranco. Me entretuve un poco porque no conocía la zona y todo olía diferente y se me empastraron los olores y no podía distinguir bien el de mi juguete pero, cuando lo encontré, radiante de alegría, subí el terraplén y ya no estaba la caja de hierro con ruedas ni el jefe de la manada. Me perdió. Esa noche me quedé allí al borde de la carretera, con el juguete entre los dientes, esperando… pero el jefe de mi manada que lo sabía todo, no supo encontrarme y, al final, muerto de hambre y de sed, tuve que emprender un viaje sin destino. No he sabido nada más de aquella que fue mi primera manada.
Anduve y anduve por la orillita de la carretera. Era un camino estrecho y las cajas de hierro con ruedas pasaban muy deprisa. Por eso tenía que ir pegadito al margen. Bebí en los charcos pero no encontré qué comer. No sé cómo llegué a una ciudad, un sitio que los humanos hacen para vivir todos juntos en cajas, como archivados, y allí busqué algo en las basuras. Pude sobrevivir pero, un tiempo después, se me marcaban todas las costillas porque había crecido pero no había comido lo suficiente.
Fue entonces cuando oí su voz. Psiiii, psiiii… Me volví y con la mano pidió que me acercara. Me acarició el lomo y tocó mis costillas como si fueran cuerdas de guitarra. Yo estaba muy triste y no podía ni mover el rabo con fuerza para que se diera cuenta de que estaba solo pero su llamada había encendido mi esperanza, solo que había olvidado como comunicarlo. O quizá entonces no lo sentía. No esperaba encontrar mi manada y no sabía que podía formar parte de otra.
Él no tenía una caja para meternos cuando aprieta el calor o por la noche a dormir. Solo teníamos un carro metálico donde metíamos la comida y la ropa. De noche, bajábamos al río y él hacía una cama para los dos con cartones y plásticos para evitar la humedad que subía de la tierra. Nos tapábamos con una manta. Yo me enroscaba y él se cogía a mí y, en las noches de invierno, pasábamos menos frío que estando solos. Comíamos lo mismo. Pedía limosna en lo alto del puente y yo le acompañaba. Una vez una mujer le dijo que le compraría comida para varios días pero tuvo que rogarle que no lo hiciera, que solo para ese día porque, de lo contrario, esa noche nos atacaría cualquier otro para robárnosla. No se dio cuenta de que yo estaría con él y no habría dejado que eso ocurriera. Ahora era un pastor alemán cruzado, grande y bien comido, y mis colmillos, convenientemente mostrados, habrían hecho desistir a cualquiera de la intención de atacarnos y robarnos. Pero él no lo sabía porque yo nunca le enseñé los dientes ni le gruñí. Solo le lamía la cara y las manos porque era el jefe de mi manada y le quería.
A él le pasó algo parecido a mí. También tuvo manada hasta su adolescencia pero les echaron de su caja de vivir y dormir y se perdió y, desde entonces, sobrevivía en la calle sin tener dónde ir.
Nuestro encuentro creo que nos hizo felices a los dos. Teníamos manada y eso es imprescindible.
Pero cambió su olor y vi que pasaba algo malo. Ese día subió al puente pero al siguiente ya no pudo. Permanecí con él. Se quedó acostado en los cartones y la frente le ardía. Yo le lamía la cara para refrescarle pero cada vez olía más a eso que no me gustaba nada. A la noche dejó de respirar. Y yo me quedé con él, a su lado, porque pensé que, aunque estaba allí, realmente lo que pasaba es que se le había perdido el alma, como me perdí yo, pero volvería, se metería otra vez en aquel cuerpo inerte, le daría calor y seguiríamos con nuestra vida.
No acerté. No le dieron tiempo a volver porque, al día siguiente, me despertaron las voces de unos hombres, vestidos todos igual, que bajaban al río y venían a nuestra guarida. Me tiraron piedras para que me fuera pero yo no podía abandonarle. Me planté delante de él, con las cuatro patas en tensión, mirándolos a todos con los ojos enardecidos por el miedo a que le hicieran daño, y entonces sí, les gruñí ferozmente y les enseñé mis colmillos para que supieran a qué atenerse. Pero eran muchos y uno de ellos sacó una cosa negra, me apuntó con ella y hubo un ruido enorme. Por un momento me quedé sordo y del miedo, salí huyendo despavorido. Me quedé a una distancia prudente y comprobé cómo lo cogían, lo subían a una especie de tabla y se lo llevaban. Cuando se fueron, seguí al coche todo lo rápido que pude pero no fue suficiente; esas cajas de hierro con ruedas corren más que yo. Me quedé vagando por la calle, con ese desinterés en la mirada que se nos queda a todos los perros sin amo.
A la noche, harto ya de dar vueltas buscándolo, volví, me acerqué receloso y sintiéndome culpable de no haber sabido defenderle mejor. Olí sus ropas, las recogí con los dientes, las llevé todas al montón y me acosté cerquita para notar su presencia.
No creo que vuelva. 

viernes, 6 de agosto de 2010

Una tarde en el campo

Hacía ya muchos días que chateaba todas las noches con él. El primer día vi su nick y me gustó: Odiseo. Me recordó la antigua Grecia y aquellos hombres, atletas, guerreros, aventureros, con aquel cuerpazo con el que salen en las películas y que yo me quedaba mirando con un poquito de deseo. Pero lo que me cautivó de su nombre fue comprender que sabía quién era Ulises y cuáles eran sus aventuras. Le abrí un privado y comenzamos la conversación. Era rápido en sus respuestas, señal inequívoca de que sólo hablaba conmigo. No utilizaba la jerga de los teléfonos móviles y de internet, por lo que colegí que se trataba de alguien con cierta edad. Me gustó su forma de contestar, su respeto, su capacidad para entender mis frases de doble sentido... y también el que no tuviera faltas de ortografía o acentos. Para mí es importante todo eso.
La noche se alargó hasta que asistimos juntos -cada uno en su casa- a las primeras luces del alba.
No quedamos, pero a la noche siguiente, me senté frente a mi ordenador con la esperanza de volver a verle. Fue él quien me encontró a mí. Y charlamos, charlamos... durante bastante tiempo.
Yo quería caerle bien y, cuando supe que vivía en mi propia ciudad, mi interés se incrementó. Yo ya procuraba decir todo aquello que pudiera agradarle, darle una versión de mí misma que le interesara. Por supuesto, no hablé de sexo porque pienso que si comienzo por ahí, el interés se pierde pronto. Eso ya llegará si ha de llegar pero no puede ser la única base de una relación. Yo lo siento así. Y él tampoco abordó el tema, lo cual le agradecí. Parecía un hombre interesante y no interesado.
Fue esa estúpida noche cuando hablábamos de aficiones comunes cuando tuvo que comentarlo:
- "Mañana me voy de pesca al pantano de ...."
- ¿Te gusta la pesca?
- Ah, me encanta.
Y entonces lo dije. Dije lo que creí que él quería oír.
- Uy, a mí también me gusta pescar.
- ¿No me digas? ¿Es cierto? ¿Puede haber una mujer que pesque?
No sé cómo quedamos para el próximo sábado en que iríamos con nuestras respectivas cañas a pescar al mismo pantano. Los dos solos.
Por supuesto no tengo caña ni sé absolutamente nada de las artes de la pesca deportiva. Pero bueno, ya iría improvisando sobre la marcha.
El día D, a la hora H, yo le esperaba en la esquina de la acera de mi casa. Mi estulticia superó todos los límites y, para que me viera guapa, me atavié perfectamente para una tarde en el campo: Cabello peinado en la peluquería, maquillaje perfecto, vestido y zapatos de tacón.
Le reconocí porque era igualito a las fotos que había enviado. Nos saludamos y su expresión denotaba diversión y estupor. Me preguntó por las cañas. Le dije que no había podido traerlas pero que le acompañaba igualmente.
Aparcó el coche frente a la ladera de la montaña que se sumergía en la verde agua. Ahora teníamos que bajar hasta la orilla. No sé qué hice, pero a dos metros de la orilla, el tacón se me dobló, me caí con las posaderas en el suelo y fui resbalando por la gravilla, con las piernas abiertas y la falda en la cintura hasta que, con estrépito y mil salpicaduras, quedé sentada como en una bañera con el agua llegándome al pecho.
Anselmo -Odiseo- dejó las cañas que portaba y vino, sin poder contener la risa, por mí. Metió sus pies, protegidos por botas altas de goma, y me ayudó a salir.
Mi vestido, estampado de flores rojas sobre blanco, salió de un color indefinido entre beige y marrón, había perdido los zapatos pues uno salió despedido en mi caída y vi el otro cómo se alejaba hacia el centro del lago.
Me quería morir. El primer día que salía con un hombre interesante se iba a hacer puñetas por mi culpa. ¿Por qué le había dicho que me gustaba la pesca?
Anselmo me aconsejó que me quitara la ropa para que se secara. En el coche llevaba una camisa y un pantalón de repuesto por si acaso, así que me dejó llorando en la empinada ribera y fue en su busca.
El paraje estaba desierto. Me desnudé y Anselmo no volvió la cabeza sino que vino hacia mí con una sonrisa pícara e irónica, a ayudarme en la tarea.
Y en ese momento comenzó todo.
Hoy tenemos tres hijos y pronto nacerá el cuarto. He aprendido a pescar con caña y nuestros hijos también lo harán. Y siempre que recordamos nuestra primer salida, no sé qué pasa pero me vuelvo a quedar embarazada... si es que ya no lo estoy.

domingo, 1 de agosto de 2010

D. Amador y las farolas

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Don Amador salió del café donde departía habitualmente con sus contertulios y comenzó a caminar por la calle Moratín hacia el norte. Era medianoche y se dirigía a casa. Había llegado soltero a la sesentena y vivía, completamente sólo, en un piso enorme de techos altos con adornos de talla, decorado tal y como lo había dejado su madre al morir. No había nada viejo pero todo era antiguo y extemporáneo. Desde las cortinas de terciopelo verde oscuro con pasamanería dorada en el borde que cerraban el pasillo y quitaban la luz que entraba por las ventanas hasta la tapicería del tresillo, de abigarradas flores multicolores sobre fondo rojo, pasando por la cocina de impolutos bancos de mármol y un cuarto de baño de bañera con patitas de león, todo era vetusto y parecía que el tiempo se había parado en un momento determinado de la vida de aquella vivienda y, desde entonces, no se hubiera puesto nada en movimiento. Ya decía San Agustín que el tiempo es el movimiento, que si éste no existiera no habría tampoco tiempo. Y allí, en aquella casa, no se movía nada.
Don Amador era rentista, es decir, vivía de las rentas que le proporcionaba su patrimonio agrícola, sin que él tuviera que mover un dedo para ganarlo. Todo se lo gestionaba el capataz que, si bien le robaba honradamente, era avispado como una ardilla y sabía pagar poco a los jornaleros y vender cara la cosecha. Y bien mirado, las sisas podían calificarse de justa compensación pues su jornal no estaba en consonancia con las responsabilidades que el amo le echaba encima.
Como buen hidalgo español, no trabajó nunca, y sus días transcurrían, desde que dejó los estudios después del Examen de Estado, en una monotonía y placidez tranquilas que únicamente se interrumpían para su asistencia a las tertulias de El León de Oro. Allí acudía por la mañana, a tomar su café y leer la prensa, después de comer para el café de la sobremesa y la tertulia vespertina y después de cenar para departir con los amigos de toda la vida, que a esa hora acudían acompañados de sus mujeres.
Yendo hacia su casa, llegó a la altura del cruce con la calle de Las Barcas, donde el Ayuntamiento había instalado una hermosa farola de hierro forjado, atornillada a la pared, que se abría en tres globos de luz mortecina y amarilla, sostenidos por un arco con volutas modernistas. D. Amador se paró en seco. Miró hacia la luz y, como si un resorte automático interno se le hubiera puesto en marcha, se quitó el sombrero en señal de respeto y comenzó un monólogo amable y tierno: “Adelita ¡qué gusto volver a verte! ¡No sabes cómo te echo de menos! Nos casaremos pronto. Mis padres se darán cuenta de que eres el amor de mi vida y dejarán que seamos novios. Lo conseguiré, no temas”. Ya en un susurro añadió: “Y ahora me voy, antes de que tus padres se percaten de que te has asomado a verme. Piensa que vivo por ti y para ti y nadie nos separará jamás. Eso te dará fuerzas para esperar. Adiós, amor mío”. Y siguió su camino. E hizo lo mismo en las otras tres farolas que se tropezó en el trayecto de su casa.
Detrás de él, sigilosamente, le seguían tres amigos de la tertulia que, como ángeles guardianes, se aseguraban de que entraba en casa cada noche. Pues D. Amador, de carácter apacible y sumiso, se enamoró en su juventud de Adela, y sus relaciones siempre estuvieron presididas por una farola como aquéllas ya que se veían obligados a hablar estando él de pie en la calle y ella asomada a una ventana próxima a la farola. No llegaron nunca a salir juntos pues a sus padres no les parecía un buen partido para él y le prohibieron verla. Hasta que un aciago día, la tuberculosis que segó tantas vidas en esos años, se llevó a Adela y él no pudo superarlo. Se transtornó pero su desorden mental solo consistía en recordar sus amores cuando hallaba una farola encendida y, en ese instante, retornaba por un momento al pasado para revivir la ilusión de su vida: casarse con Adelita.