A veces, al salir del centro de salud cuando voy al médico, me detengo un momento a tomar un café en el bar de enfrente. Es un bar modesto. Limpio, con azulejos –lo que hace reverberar las voces de los parroquianos y produce un ruido ensordecedor- hasta el techo, con las dueñas y el camarero pendientes en todo momento del cliente: de lo que quiere, de cómo lo quiere, de sus caprichos, de sus necesidades… Es agradable porque te hacen sentir como en tu propia casa. Además, guisan bien por lo que, cuando no puedo, por la causa que sea, comer en casa, me paso por allí y, si el menú no me satisface plenamente, Lourdes, una de las dueñas, me ofrece enseguida una alternativa: me pone dos primeros o dos segundos o me cambia el primero o el segundo por otro postre. Quedo siempre contento. Y es que se desviven por cada uno de los clientes que tienen.
Pero hay algo que desentona en un país con tantas normas sanitarias por metro cuadrado como el nuestro.
Constantemente –ya he dicho que el lugar queda justo enfrente del centro de salud- entran los trabajadores de ese centro a tomar su desayuno, a comer, al aperitivo, al café… No me quejo de que lo hagan. Dudo que en toda mi ciudad exista otro centro de salud con el local más cutre y el personal más amable, incluidos administrativos, enfermeros, médicos, celadores… Solo señalo que al salir del centro no se molestan en quitarse la bata blanca con la que atienden a los pacientes y que, aunque por razones obvias no he visto, la tela debe estar repleta de innumerables bacterias, bacilos, virus y demás bichitos por el estilo que, aunque invisibles por diminutos no por ello menos peligrosos.
Ya sé que yo mismo salgo del centro de salud y voy también al bar. Pero yo he estado un ratito y ellos se pasan allí toda la mañana. Por una simple regla de tres, ellos deben llevar muchísimos gérmenes más que yo, y, dado que son profesionales, deberían conocer la inoportunidad e insalubridad de la costumbre de salir vestidos con el sudario de cultivo microbiológico que es su bata.
Sin embargo, no existe norma alguna que limite o prohíba esta costumbre. Como tampoco existe una norma que obligue a todas las panaderías a que no toquen las mismas manos el pan que sirven y el dinero que cobran, cuando es sabido que las monedas también vienen llenas de “regalos” al haber pasado antes por tantas manos. Por sentido común ¿qué costaría que los sanitarios y auxiliares se quitaran la bata antes de salir del centro de salud o que el expendedor de pan utilizara una bolsa de plástico para cubrirse la mano cuando envuelve el pan a un cliente?
Quizá alguien me llame maniático pero no creo serlo. Los médicos están hartos de avisarnos cuántas gripes –sí, esa enfermedad tan común y traicionera- se podrían evitar con la sana costumbre de lavarnos las manos varias veces al día y, sobre todo, cuando llegamos a casa o vamos a comer. Y si se evitarían las gripes, supongo que pasará también con otro montón de enfermedades.
Bueno, pues desde aquí lanzo la llamada al sentido común de los profesionales –que deben dar ejemplo-, al de los usuarios –que deben exigir y practicar esa higiene-, y a las autoridades para que realicen una campaña de concienciación en esta materia. Tanto dinero que se gastaron –creo que un poco alegremente o ¿quizá debería decir interesadamente?- en asustarnos con la gripe aviar y la porcina, ¿no podrían dedicar una parte del presupuesto en concienciar a la gente sobre las virtudes de la limpieza y su incidencia en la salubridad pública y privada?
En fin… yo, desde luego, seguiré con mi costumbre de lavarme cada vez que entro en mi trabajo o en mi casa al venir de la calle –he subido en autobús o metro y me he agarrado con la mano la barra de sujeción en la que debe estar las miasmas como piojos en costura- y, sobre todo, antes de sentarme a comer.
Les invito a hacer lo mismo.
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