De la profundidad del sueño me ha sacado la débil musiquilla del teléfono móvil, bueno, no es móvil porque no se mueve si no tengo el vibrador puesto, en realidad se tenía que denominar el portátil pero todo el mundo le llama así, y es que ésta es la forma de crear palabras que luego terminan de imponerse en el lenguaje sin tener mucho que ver con la acepción primera. He sacado la mano del embozo para rozar cuanto apenas el símbolo que dice en el aparato la palabra parar y ha cesado el sonido. Yo no tenía ganas de levantarme y he pensado, por un momento, en seguir allí, haciendo como que no había oído nada y levantarme luego cuando ya tuviera deseos de estar en posición vertical pero no he podido. Ya la melodía había sonado y yo tenía que espabilarme si quería acabar de hacer las gestiones que tenía programadas para esta mañana y que tampoco me apetecía hacer. Me he vestido sin ducharme, no he desayunado y me he lanzado con un portafolios bajo el brazo hacia la calle. La mañana me ha parecido fresca y diáfana pero triste porque tenía que hacer cosas e ir a sitios a los que no me llamaba nada y sentía bajo mi piel la punzada de que todo lo que haría ese día y todos los de mi vida no servía para nada. Pero tenemos que estar aquí, anclados a esta tierra y al asfalto que une unas ciudades con otras para ir realizando quehaceres que ninguna falta hacen y que si no hiciéramos nadie echaría en falta pero que, a pesar de ello, seguimos haciendo. Y ya en la calle he visto un rótulo, en cerámica, con su nombre. En letra dibujada a mano decía calle de los Reyes Católicos y he comenzado a pensar en Isabel, tan enamorada ella según las últimas crónicas históricas pero sin soltar nunca la vara de mando de Castilla, que una cosa es el amor y otra diferente el patrimonio, y en su esposo, Fernando de Aragón, primos me parece que eran y hasta hubo que solicitar la dispensa papal para que se pudieran casar y dicen algunos historiadores que no llegó a tiempo y la falsificaron y luego añaden que sí, que muy católicos los reyes pero no dudaron en falsear los documentos que les convenían, pero luego llegan otros más proclives a la pareja y esos historiadores dicen que no es cierto, que no falsearon nada porque la bula papal llegó a tiempo y no te aclaras y no sabes qué pensar. Y cuando la calle se ha acabado y he entrado en el boulevard a donde me dirigían mis pasos, los edificios han ido inclinándose hacia el centro de la calle, tapando el sol para que no lo viera, creando una bóveda de cemento que impide que entre la luz y eso me hace sentir todo el peso de mis pequeñas desgracias, todas juntas sobre mis espaldas, que voy acarreando sin poder por donde tengo que ir forzosamente porque si no fuera a la fuerza yo no estaría en la calle a esta hora sino en la cama, dándome la vuelta y arreglando las cobijas para no sentir el frío primero de la mañana, que se me mete en los huesos y hace que me duelan pero aun así querría estar allí, poniéndome otra manta que me protegiera de ese frío y ese dolor. En lugar de mis deseos, arrastro mis pies por un boulevard en el que las fincas de los lados hacen una reverencia y llegan a tocar los árboles del centro de la vía pero lo hacen para ocultarme el sol y que me sienta peor. Y al entrar en el edificio oficial donde voy, el segurata me ordena que meta la cartera en el escáner y que pase bajo el arco detector de metales. El segurata no me ha visto, quiero decir que no se ha dado cuenta de quién era yo, aunque tampoco podía percatarse porque no me conocía pero me ha tratado como a un miembro de la manada de los que íbamos entrando en aquel sitio, sin fijarse en nuestras caras, haciendo mecánicamente su trabajo, que tampoco sirve para nada, y dudo que se haya fijado en lo que llevábamos en los maletines porque tampoco estaba atento a su pantallita pero cobrará a final de mes una miseria que es su salario y eso tampoco le justifica para hacer mal las cosas. Dentro del edificio, una pequeña masa humana, cuyo cada individuo llevaba un numerito en la mano, que nos habían dado al entrar, esperaba su turno para hacer los trámites que nos habían llevado allí. La luz era artificial pero el techo se iba bajando poco a poco y me hacía pensar en que era el efecto del edificio que se había doblado hacia el centro de la calle y ese techo pronto caería sobre nuestras cabezas y nos aplastaría y nosotros nos quedaríamos como calcomanías en el suelo pero todos con el numerito en la mano mientras los funcionarios, aplastados sobre sus mesas, congelaban su imagen dando con su dedo al artefacto que hacía que salieran nuestros números en la pantalla, que ya no estaba pues el techo al bajarse también la había destrozado. Pero en lugar de eso que yo me temía, el techo no se ha caído y cuando ha llegado mi número, como un autómata, como todos, he ido hacia la mesa donde un funcionario me ha atendido amablemente pero al que yo no he visto la cara porque tampoco me interesaba. Él no me ha mirado, solo mis papeles y me los ha devuelto con muchos sellos por todas partes, señal inequívoca de que no son falsificados porque ahora vale más un sello que puedes fabricar a tu antojo con un buen programa de ordenador que la palabra de una persona y así nos va en este mundo que ya debía acabarse para mí porque la sensación que tengo es que no voy a durar mucho porque los edificios cuando salga a la calle se habrán inclinado tanto que no podré salir del boulevard y me quedaré allí para siempre, sufriendo una muerte lenta por hambre e inanición, una muerte no buscada pero bienvenida a la que saludaré cuando la vea con mi mejor sonrisa pero cuando salgo a la calle vuelvo a ver el sol porque los rascacielos han recuperado su gallardía y siguen mirando hacia lo alto para desafiar mis sentimientos. Y me tengo que dirigir a hacerme unas pruebas médicas para que descarten una enfermedad fatal, de ésas que no nombran en las noticias cuando alguien notable muere de ella sustituyendo su nombre por el de una larga enfermedad que no dice nada pero que todos comprendemos qué enfermedad ha sido. En el hospital brilla el sol y los enfermos salen a la calle en sus sillas de ruedas y con sus bombonas de oxígeno como si no pasara nada y ellos fueran a vivir siempre y yo también cuando eso no es cierto sino que todos nos moriremos cuando nos toque y a lo peor me muero yo antes que ellos que ya saben que están enfermos. Paso por el arco de la puerta principal y me dirijo a la derecha, al departamento en el que me citaron y allí hay una colección de personas variopintas que solo tienen en común que les van a hacer las mismas pruebas y que unos estarán enfermos y otros no y allí lo descubrirán y unos se asustarán y a otros les dará lo mismo porque, en realidad, ya están muertos y solo pasan por allí para que alguien certifique que se han muerto para poder enterrarlos porque tener que andar e ir de allá para acá estando ya muerto tiene su aquél. Y yo no sé de qué grupo soy ni me importa porque qué más da morirte unos años antes o después si ya nadie hace nada sobre esta tierra contaminada y enferma que por higiene tendríamos que abandonar todos. Entonces sale una enfermera, vestida de blanco, con cofia y todo, que dice mi nombre en voz alta y, como un corderillo manso avanzo detrás de ella y me mete en su despacho y me explica con buenas maneras, pensando, estoy seguro, que hace bien su trabajo, lo que me van a hacer y para qué sirve, cosa que yo ya sabía porque no era la primera vez que iba pero que me da igual el resultado que salga. Y cuando ya termino y el edificio me vomita otra vez al exterior, el sol sigue brillando pero yo no reconozco donde estoy, he perdido los referentes y me asusta estar en un lugar desconocido donde pasan personas a mi lado que no conozco, como siempre, pero ahora es diferente porque tampoco conozco las calles, los edificios y las tiendas… es como si me hubiera equivocado de realidad y saliera a otra ciudad extraña pero pregunto el nombre y es la misma, donde vivo, pero yo no consigo ubicarme porque todo ha cambiado y nada es como antes y entonces ya me tiro al suelo y comienzo a hipar con desconsuelo porque he perdido mi vida, la que yo tenía, que era una mierda de vida pero era la mía y ahora no sé donde estoy ni quienes serán mi mujer y mis hijos y a lo mejor esta vida que tengo ahora es peor que la de antes y eso ya es superior a mis fuerzas y no puedo imaginarlo y grito y me meso el cabello y se forma un corro en torno a mí y llaman adentro, a los celadores que sacan con celeridad una camilla y me ponen sobre ella mientras grito y pataleo y les digo que me dejen, que no tienen ningún derecho, que quiero volver a casa pero no sé cuál es, y me atan con correas y hebillas al tubo de hierro de las angarillas para impedir que me levante y me meten dentro del hospital y recorremos pasillos donde solo alcanzo a ver los fogonazos de las luces del techo mientras los dos hombres fornidos que me arrastran van diciendo a los demás dejen paso, dejen paso y me entran en una consulta donde otro hombre vestido de azul que no sé quien es me habla y no le entiendo y lo veo como un extraño y patético muñeco de ventrílocuo que moviera la boca sin producir sonido alguno y veo que coge una jeringuilla y rebusca en mi brazo inmovilizado por la correa y la sensación de alarma y desasosiego va desapareciendo junto con mi consciencia.
Curioso texto. Uno de los que más me han gustado hasta ahora, tal vez por ser el más literario.
ResponderEliminarSe nota que es Vd novelista, o al menos intenta serlo.
Me ha recordado, por las largas frases y el relato en primera persona, a Saramago; y por las imaginativas imágenes, a Kafka. No sé si está hecho a propósito, o tal vez sólo sean figuraciones mías ( puede que haya otros escritores que emplean estilos similares, y yo desconozco ).
Tampoco me ha desagradado el tono, tan melancólico, ¿ o debería decir pesimista ?
Aunque yo también soy funcionario, tengo la inmensa suerte de sentir que mi trabajo sí es útil. O tal vez sea que no le exijo mucho.
Jose Luis
Es un simple ejercicio literario intentando escribir desde las tripas. No es melancólico, es pesimista. Gracias,
ResponderEliminarSí, hay otros escritores que emplean este tipo de relato: Javier Marías, Bryce Echenique, Vargas Llosa... Solo que ellos lo hacen muchísimo mejor que yo. En fin... ya aprenderé.
ResponderEliminarAcabo de aterrizar en este blog y este último texto me ha dejado por los suelos.
ResponderEliminarRealmente de pesadilla.
¡Fuera el pesimismo! ¡Sumsum cordam!
¡Leña a las derechas y las izquierdas, a los religiosos y a los ateos!
Que eso levanta el ánimo.
ANÓNIMO XXY