domingo, 21 de noviembre de 2010

La imagen de la miseria

Acabo de ver un anuncio en televisión. Normalmente, no presto demasiada atención a los anuncios. Me aíslo de ellos y en pocas ocasiones me entero de lo que dicen o de cómo lo dicen. Sin embargo, ya hace tiempo que una cierta publicidad me martillea el corazón. No sé cómo explicarlo mejor. Cuando la pasan y oigo esa voz paternalista de alguien muy conocido que va relatándonos lo mal que lo pasan los nativos de países del tercer mundo y, al final, nos pide dinero para ayudarles, no sé la causa, pero se me encoge un poco el alma.

¿Es concienciación por lo mal que lo están pasando esas personas? No, no lo es. Hasta ayer no supe distinguir cuales eran los sentimientos que suscitaba en mí ese tipo de publicidad.

Normalmente, se trata de ONGs que no conoce nadie. Son nuevas y utilizan la imagen de alguien famoso en el sector de los deportes, actores, cantantes, etc. Ese famoso nos habla de la situación de pobreza, miseria, esclavitud, hambre… o cualquier otra calamidad que están pasando esas “pobres personas, esos pobres niños” y lo subrayo porque no es lo mismo ser una pobre persona que una persona pobre. La diferencia es abismal.

¿Saben lo que me suscita esos sentimientos, mezcla de lástima, intranquilidad y rechazo? Las imágenes que van apareciendo ante nuestros ojos de personas, en su mayoría niños, que van paseando por medio mundo su cara de miedo, de hambre, su miseria, su malnutrición, su enfermedad…

¿Es legítimo usar su imagen para recaudar fondos? Fondos que, tratándose de ONGs desconocidas tampoco sabemos dónde van a ir a parar, si a los pobres cuya imagen utilizan o a los bolsillos del Presidente de la ONG peticionaria. Y el famoso de turno, el que acoge amorosamente en sus brazos a todos esos pobres desgraciados –es lo que evoca el spot si no aparece expresamente- puede ser también, en el mejor de los casos,  una víctima al haberse dejado convencer para hacer semejante llamamiento con la mejor de las intenciones y sin cobrar por su trabajo.

¿Saben esas personas que salen en el spot que están siendo utilizadas para recaudar fondos? ¿Fiscalizan ellos de alguna manera que el dinero que se obtiene con la lástima que provoca su imagen llegue al destino que se promete? ¿No existe una Ley en España que prohíbe el uso de imágenes de menores para ciertas actividades? ¿No protege esa ley la imagen de esos niños que exhiben su desamparo lleno de moscas por medio mundo? ¿Se ha informado debidamente –de forma comprensible para ellos- a los padres de que la imagen de sus hijos se utilizará para fines comerciales y no cobrarán nada por ello y han dado su aprobación?

A veces tardas en darte cuenta del engaño porque éste está bien urdido y apela a nuestros sentimientos más humanitarios pero algo chirría. Ya se ha destapado algún caso de estafas efectuadas por ONGs. ¿Están estas organizaciones debidamente fiscalizadas? ¿Tienen obligación de recibir los fondos de los que se nutren por canales que dejen huella, de dar cuentas a alguna autoridad, de dejar que fiscalicen sus finanzas?

Siempre decimos que el fin no justifica los medios, y tratándose de la miseria que desgraciadamente existe en el mundo menos aun. A lo peor, va y nos encontramos con que, apelando a nuestros sentimientos de solidaridad, alguna de esas ONGs tiene su sede en un paraíso fiscal y el spot que pasan en los canales de la televisión española provoca unos ingresos que engrosan la cuenta de algún indeseable que no duda en aprovecharse de la imagen paupérrima de algunas personas.

Pero esas personas, esos niños tienen su dignidad incólume y debe ser respetada. Son pobres pero no son moneda de cambio para mover a lástima a nadie -¡Pobre negrito, cuántas moscas lleva encima!- y que done dinero para una causa que nadie ha podido comprobar.

Con todo esto no quiero que crean que generalizo mi opinión a todas las ONGs. Las hay muy serias y efectivas pero, curiosamente, no pasan anuncios de este tipo.

Deberíamos mostrar nuestro rechazo a la exhibición, sin ningún pudor, de personas en situación de pobreza, de enfermedad, de miseria, de esclavitud. ¿Por qué no se les pixela la cara como hacen con cualquier menor en la misma o parecida situación en España? ¿Por qué no se exige un consentimiento válido de las personas que aparecen en el anuncio? Claro, es mucho más rentable ver los ojos implorantes de un niño que ver un cuerpo que no te mira y no interpela a tu conciencia.

No me parece un medio adecuado para recaudar fondos. Es sensiblero y manipulador y las dos cosas son inadecuadas para una acción de caridad o solidaridad. Debemos ser solidarios, ayudar a nuestro prójimo -comenzando por el más próximo- pero por convicción no por un impulso provocado torticeramente.


miércoles, 10 de noviembre de 2010

El fantasma de la carretera

            A la salida de Teruel en dirección a Zaragoza hay una recta en la carretera que resulta inusual en nuestra montañosa España. Allí, los que, en los últimos años sesenta conducíamos, teníamos el placer de poder poner el coche a más de cien kilómetros por hora -si el pobre daba para tanto. Háganse cargo Vds. que las autovías no existían –salvo un pequeño tramo en la provincia de Madrid- y de las carreteras nacionales, solo las que fueron reparadas en el famoso plan REDIA de los años sesenta eran medianamente transitables.

            Por lo tanto, cuando salías de Teruel y veías aquella inmensa recta que avanzaba hasta llegar a unos cinco kilómetros del desvío de Albarracín, el pie sobre el acelerador se convertía en plomo y el motor del seiscientos, el dos caballos, el gogomóbil, el biscúter… iba perdiendo el resuello para que, al llegar al final, hubiéramos podido alcanzar los ansiados cien kilómetros por hora como máximo.

            Había ido a Zaragoza a recoger un coche Mercedes  Mi jefe lo adquirió de segunda mano y me pidió que fuera a buscárselo. Al salir de la ciudad llené el depósito de combustible. En la propia gasolinera, un señor de mediana edad, bien vestido –en aquella época se entiende con traje y corbata- y con buenos modales, afablemente, me dijo, mientras señalaba otro coche de alta gama aparcado en un rincón de la gasolinera, que se le había estropeado su automóvil y que precisaba, urgentemente llegar a Valencia. Iba sólo, así que le invité amablemente a que tomara asiento a mi lado.

            Los viajes se hacían largos por el mal estado de las vías y la poca potencia de los coches, y, si alguien te acompañaba, era más llevadero. Por el camino se portó amablemente y me explicó que se dirigía a Valencia porque iba a cerrar un negocio importante y tenía que estar, como muy tarde, al día siguiente.

            Al llegar a la recta mencionada al principio, quise poner a prueba aquella máquina, cuya categoría nunca había catado y, casi seguramente, no volvería a catar. Así que aceleré a fondo y el coche, sin tremolar, alcanzó con rapidez los ciento veinte kilómetros por hora. Velocidad suicida si se tiene en cuenta que el asfalto no se hallaba en buen estado, los arcenes no existían y los cruces directos eran numerosos. Pero no nos pasó nada.

Bueno, miento. Nos pasó. Pasó que, anocheciendo, a mitad de la recta más o menos nos hizo el alto la Guardia Civil y uno de los números me indicó que una de las luces no se encendía. Le expliqué que el auto era recién comprado y ni siquiera era mío pero no atendió a razones. Sacó su libretita y el papel calco -¿se acuerdan Vds. de él? Pues la guardia civil actualmente AÚN lo utiliza en algunos trámites porque no tienen presupuesto para impresos autocopiativos-, me pidió mi documentación y la del vehículo y me puso mi primera multa de tráfico. Yo porfiaba y le mentaba mi condición de asalariado y la consecuencia que, con casi toda seguridad, iba a tener aquello: que la multa me la descontarían del salario, que… El Guardia Civil, con el mostacho reglamentario, no parpadeó, extendió la denuncia, me pasó el papelito, me hizo firmar en el lugar adecuado, se cuadró y se fue hacia su compañero que, pacientemente le esperaba subido en la moto    –no tenían presupuesto para coches, al menos los de carretera.

Proseguimos el viaje, y aquel señor que venía conmigo se me hizo de lo más simpático. Llegamos a Valencia pasada la media noche y encontramos la ciudad bullendo en medio de la fiesta de la Plantá de las Fallas. Reparé en que mi acompañante sólo llevaba una maleta pequeña y le pregunté si iba a casa de algún familiar. Sí, no se preocupe por mí. Es que si no tiene dónde quedarse, hoy y los próximos días será difícil que encuentre hospedaje. Ya le digo, no se preocupe. Ha sido Vd. muy amable conmigo trayéndome. Por eso, le voy a contar un secreto y le voy a hacer un regalo. O al contrario.

Parsimoniosamente, metió su mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una libretita. La dejó un momento a mi vista sin entregármela ¡No podía ser! ¡Era la libreta de multas del Guardia Civil que me había puesto la sanción! Sí, no se equivoca. Es la libreta del guardia, si Vd. tiene su copia y él no tiene la libreta, la multa no puede prosperar. Sencillamente ha pasado a la no existencia.

El estupor de mi semblante le hizo reír. Ya le he hecho el regalo. Ahora le voy a contar el secreto porque no nos volveremos a ver. El negocio que me trae aquí, a Valencia, precisamente en Fallas, es que soy carterista profesional y estos cuatro días son maravillosos para nuestra vieja profesión. Yo no tengo coche pero miento bien y Vd. ha sido muy amable. Para pagarle sus servicios y su cortesía he decidido quitarle al Guardia la libreta: para dársela a Vd. y que no sufriera ninguna represalia por parte de su jefe.

Se dio la vuelta y marchó doblando una esquina. Corrí tras él no sé con qué propósito; preguntarle tal vez algo o volver a contemplarle para saber que no había sido un espejismo. No le vi ya. Había desaparecido entre el gris marengo de la ciudad en aquella hora. Pero tenía entre mis manos la libreta. La guardo aún como un objeto preciado, testigo de algo que no se volverá a repetir.