La Alianza del Arco Iris



Un hombre agoniza completamente solo en un hospital de terminales. En el trance de la muerte rememora toda su existencia. Ha sido una vida dura pero él no es ningún inocente.

La novela está escrita como un rompecabezas que engancha al lector para tratar de resolver las incógnitas que los hechos van presentando.

La intriga hace de hilo conductor y de excusa para entrar de lleno en muchos aspectos del alma humana: el amor, el sexo, el sentimiento de culpa, las relaciones familiares, la religión, el afán de poder…

Este libro tiene varios niveles de lectura: el superficial de quien se queda en la mera anécdota, el nivel medio de quien analiza la personalidad del protagonista, y el superior de quién aparte de fijarse en todo lo anterior se plantea preguntas teológicas y morales.

Que el lector no se llame a engaño. El personaje es de ficción pero, en la realidad, existen personas como él y todos hemos de estar alerta para evitar sus acciones y proteger a sus víctimas.

Esta obra está llamada a ser la Regenta del siglo XXI.

El autor ha realizado una profunda investigación buceando en las entrañas de una de las instituciones históricas y universales más poderosas y, a la vez, de las más desprestigiadas de nuestro tiempo, y ha tejido una trama imaginaria pero posible en la que retrata fielmente el ambiente real de una parte de la misma. 

Los desafortunados hechos se narran para sacudir conciencias y lo peor que podría suceder es que a Vd., lector, le dejaran indiferente. 

La maestría narrativa del autor combina su conocimiento exhaustivo de los entresijos eclesiásticos y del mundo gay para ofrecernos el retrato de una persona que podría vivir a nuestro lado.

PRIMER CAPITULO

Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad”[1].
Estas palabras penetran en mi cerebro como si no entraran por mis sentidos. Es algo difícil de explicar porque tengo una niebla en la mente que me impide ser plenamente consciente de lo que pasa a mi alrededor y, sin embargo, las cosas me llegan a la consciencia como de forma automática. Tengo los ojos cerrados y, a la vez, estoy viendo como el sacerdote me administra el que seguramente será mi último sacramento. Me unge con el aceite, me hace la señal de la cruz en la frente y en las manos para que me ayude a sobrellevar con fortaleza y en estado de gracia el momento del tránsito a la Casa del Padre a través de la muerte.
El capellán que me aplica la unción de enfermos es joven y bien parecido pero va mal arreglado. No parece muy alto y es delgado aunque de complexión fuerte. Ojos negros y profundos y el cabello, oscuro y ensortijado, cayéndole por la frente. Su ropa es de baratillo y mal combinada, pantalones marrones de tergal con camisa clerygman negra. Encima una cazadora color verde botella. Los zapatos, de cordones, negros. En el cuello, una estola morada con ribetes blancos, de lo más vulgar. Qué diferencia conmigo, cuando estaba bien y ejercía mi profesión. Mi ropa era siempre de calidad, escrupulosamente elegida para cada ocasión, exquisita, y me sentaba como si me la hubieran confeccionado a medida. Yo era lo que llaman una persona elegante y atractiva. Y eso me gustaba.
Estoy en un hospital de terminales. Me trajeron aquí cuando los médicos me desahuciaron. Al bajar de la ambulancia divisé el edificio que solo tiene dos plantas, con ventanas cuadradas que se abren a la fachada. La portada, seguramente del siglo XVII, es muy sobria. Está formada por dos cuerpos, con columnas dóricas y pilastras, y sobre ellas un frontón partido en cuyo centro está la escultura de un santo con la palma del martirio. Me depositaron en la camilla y entré en el edificio barroco recorriendo, uno después del otro, dos patios renacentistas con azulejería y pinturas murales hasta llegar a la habitación que me habían asignado. Está alicatada con azulejos andaluces decorados profusamente en azul y verde sobre fondo blanco. El zócalo, a una persona normal, le llegaría por la cintura. El resto está pintado de blanco y el suelo es de ladrillo rojo. Hay una ventana por donde puede verse el campo.
No sé cuántos días llevo aquí porque he perdido la noción del tiempo. Y tampoco sé, a ciencia cierta, si estoy vivo o ya me he muerto y mi alma se ha quedado vagando por este lugar que fue o será mi última morada. Ni cuando ocurren las cosas porque para mí es como si todo hubiera quedado parado y todo estuviera sucediendo al mismo tiempo y puedo enfocar sobre hechos determinados que sé que pasaron hace años pero que también están presentes. He oído decir que las personas que han estado muy cerca de la muerte, como yo ahora, sienten que se mueven a lo largo de un túnel largo y oscuro en cuyo final se ve una luz resplandeciente. Yo no he visto nada de eso. Quizá porque ellos han vuelto a la vida y lo han contado y yo no tendré esa segunda oportunidad. O quizá porque aun no ha llegado mi hora.
Tendido en la cama, casi no tengo fuerzas para moverme. Es tan grande mi laxitud que ni siquiera puedo levantarme sólo al servicio y he de pasar por la humillación de utilizar la galanga. Por la mañana viene la enfermera y me ayuda a levantarme. Me sienta en un sillón y miro por la ventana. Tengo la sensación de que he ido a un museo a ver siempre el mismo cuadro. Pero ese lienzo está vivo y los árboles que contiene se mecen suavemente con el viento que sopla. De tarde en tarde aparece algún elemento que no estaba el día anterior: un senderista, una flor, una nube, un jilguero, un gorrión. En el horizonte una montaña de piedra caliza con incrustaciones de mármol. Su pico forma una cresta muy marcada que se recorta sobre el azul del cielo; a sus pies los pinos carrascos característicos de este lugar y a la derecha del bosquecillo unos cuantos tejos que me han sorprendido por lo raro de hallarlos en estas latitudes. Hay un sendero que sube y se pierde en el bosque.
No puedo leer, no me apetece ver la televisión ni oír la radio. Mi delgadez es extrema y no quiero comer; no tengo apetito. Ése fue el primer síntoma que noté, que no tenía hambre nunca y ni siquiera cuando acudía a algún restaurante elegante encontraba algún plato que me ilusionara. El buen vino también dejó de interesarme. No me percaté hasta algunos meses después que también estaba siempre cansado. Dejé de ir al golf pero no dejé de fumar. En realidad, fumar era lo único que me aliviaba. Me sentía bien con un cigarrillo entre los dedos y no dejé de aspirar el humo del tabaco. Luego comencé a tener una tosecilla seca que no se marchaba. Nunca me gustaron los médicos ni me preocupé especialmente de mi salud; solo en contadas ocasiones y por molestias concretas acudí. No he sido una persona organizada y metódica. He ido viviendo según ha ido viniendo a mí la vida y yo la he tomado así, aprovechándome de las circunstancias y sin pensar nunca en las consecuencias de mis actos o de mis omisiones. Como tantos otros.
Cuando pedí cita con el médico, creí que me iba a recetar algún reconstituyente y que la tos sería producto de un constipado. Me atendió bien pero quiso someterme a algunas pruebas un poco más serias. Me alarmé un poco porque solicitó, aparte de unos análisis, un TAC. Y todo ello con urgencia. Los resultados se los enviarían al médico directamente a su consulta, así que lo único que podía hacer era cábalas sobre mi estado y el pensamiento iba desde la tranquilidad más absoluta -todo iba a ser normal- hasta las sospechas más crueles.
Me lo espetó sin ningún miramiento: “Tienes un cáncer de pulmón pero no te preocupes, está muy localizado y hay muchas esperanzas de que lo superes”. Los galenos del servicio no consideraron oportuno extirpar el tumor sino someterme a quimioterapia y ahí comenzó mi calvario. Los goteros me sentaron mal. Después de que me lo administraran estaba mareado, vomitaba y necesitaba acostarme hasta el día siguiente. Mis defensas fueron bajando hasta el punto que tuvieron que interrumpir el tratamiento. Se me cayó el pelo y mi cabeza se veía brillante; no como cuando uno se la afeita que siempre puede verse una sombra producida por las puntas de los cabellos cortados, sino con un brillo extraño, propio de quien nunca ha tenido pelo o lo perdió hace mucho tiempo. No tenía cejas lo que me daba un aspecto extravagante que me sorprendía cada vez que me miraba al espejo. Esa imagen que me devolvía el cristal no podía ser yo. Había dejado de ser un gentleman para ser un enfermo, un ser con la mirada triste, el ánimo abatido y el cuerpo tocado con la guadaña de la muerte. Hubo momentos en que quise que todo acabara ya. Paradójicamente la causa estaba más relacionada con la estética que con el sufrimiento. Éste podía soportarlo. Lo que no podía asumir era ese cambio físico que había malogrado todo mi atractivo. Me escondía y sólo los pocos amigos que quedan en estos casos dejé que me vieran. Los incondicionales. Los que nunca he merecido. Los que no he sabido cuidar. Los que no me importaron nunca. De los que me aproveché cuanto pude. No supe ver su valor entonces. Fue ya en el trance de la enfermedad cuando aprecié en toda su profundidad lo que significa y vale una amistad.
Paso las noches en un duermevela tranquilo y pausado, solo interrumpido por la tos reticente. No descanso casi pero no me desespero como al principio. Con el tiempo aprendes a aceptar el estado en que te encuentras y pasas de exigir una pronta curación a una esperanza de mínimos. Y éstos cada vez se reducen más, es decir, esperas menos de tu estado. Primero quieres volver a hacer una vida normal e incluso renacen tus ilusiones con cualquier avance contra la enfermedad. Pero estos avances siempre van seguidos de un retroceso y entonces mengua tu esperanza. Dices, al menos si no puedo trabajar que pueda vivir con normalidad. Cuando los cuidados hacia tu cuerpo van ocupando todo el día solo esperas seguir así: al menos vivir. Luego comprendes tu situación e intuyes el devenir de los acontecimientos. Esperas ya sin esperanza. Y al final asumes tu fallecimiento de forma mansa, preparándote para entregar la vida al Padre y que Él, en su infinita sabiduría y misericordia, se haga cargo de ti y te lleve a la vida eterna que Jesucristo nos prometió. Yo confío en Él y creo en sus promesas. En una vida diferente a ésta que quizá consista en un estado de bienestar anímico en el seno del único Ser que puede colmar nuestras ansias de vida. Porque nadie ha vuelto para decirnos cómo es el cielo o el infierno y solo la fe verdadera y profunda en lo que nos ha sido revelado para nuestra salvación puede encaminarnos a la entrega y al abandono en manos de Dios.
Aquí estoy solo. No quiero a nadie conmigo. No quiero que la visión de mi decaimiento físico ofenda la sensibilidad de otros. Y tampoco deseo que me recuerden en este estado, demacrado y exánime, con los brazos y las manos sarmentosos y las piernas sin músculos, blancas y delgadas. Cubierto con un camisón verde claro abrochado con una cinta en el cuello por detrás, que me deja destapadas las piernas. Los pies me los tienen que vestir con calcetines porque siento un frío que me congela los huesos y parece nacer de ellos y nada puede mitigarlo. Con dolores en el tórax que ceden ya únicamente cuando recibo mi dosis de morfina. Con ahogos y toses hemoptísicas que los doctores tratan de contrarrestar con aerosoles de broncodilatadores y oxígeno. Tengo un aspecto lamentable y solo puedo inspirar lástima.
A pesar de mi estado, ya no tengo prisa por expirar. El Señor es mi pastor y El conoce el día en que he de pasar a su Casa. Confío en su infinita misericordia porque es lo único que puedo hacer. Ya nada depende de mí. Todo de Él. Como siempre ha sido, porque aunque los hombres nos afanemos de mil modos para cubrir nuestras necesidades, para poseer cada vez más bienes, para epatar a nuestros semejantes con el poder que detentamos -porque el poder mal entendido siempre se detenta- y con nuestras riquezas, todo es vanagloria fatua que no conduce a ningún estadio de felicidad valioso y transcendental.
En esta institución no me conocen. No saben quién soy ni cómo ha sido mi vida hasta ahora. Lo prefiero. Soy un hombre anónimo que agoniza relativamente joven de un cáncer de pulmón. En Diciembre cumpliría 55 años pero no llegaré. Yo sé que me quedan días, horas quizá. Pronto se presentará una fatiga angustiosa que me asfixiará y feneceré de una insuficiencia respiratoria que no podré remontar.



[1] Fórmula de la Unción de Enfermos