lunes, 16 de enero de 2012

LA FIESTA DE SAN NAPOLEÓN


                               
Hace poco más de dos siglos, Napoleón, recién encaramado a su Imperio, concibió la idea de celebrar su onomástica. Importaba poco, a esos efectos, que el sedicente santo de su nombre hubiera realmente existido. En la cumbre de su poder, con la Iglesia poco menos que sojuzgada, la voluntad imperial logró con cierta facilidad su objetivo y, pese a las reticencias (o la minoritaria oposición) de la jerarquía eclesiástica, logró colocar en el calendario cristiano al santo de su nombre, eligiendo para celebrarlo una fecha significativa: el 15 de Agosto.
Los historiadores califican este episodio anecdótico como uno de los más ridículos de la tormentosa relación del emperador con la Iglesia. Como no es más que el punto de partida de esta reflexión, no me detendré demasiado en él. Tan sólo subrayo algunas características que van a servir de punto de comparación. La primera es que toda la audacia y el poder del tirano imperial no llegaba sino a adaptar el calendario cristiano a sus fines, lo que en cierto modo implicaba reconocer la preeminencia de éste. La segunda es que testimonia el fuerte arraigo tradicional de la fiesta de la Asunción, que la hacía idónea para asegurar su celebración generalizada.
Esto tiene poco que ver con la calidad religiosa (menos aún cristiana) de la fiesta en sí. Su arraigo seguramente (no lo he investigado, pero puede inferirse) obedece a razones paganas más que específicamente cristianas. Sin salir del ámbito de las festividades marianas nunca he entendido que se celebren tanto las más dudosas, como la Asunción o la Inmaculada, y pasen desapercibidas fiestas como la Anunciación (o la Encarnación) de mucho mayor significado.   
Pero no es una cuestión teológica o religiosa la que aquí planteo, sino histórica. El episodio que traigo a colación tiene que ver con una noticia recién leída. En el seno de las negociaciones entre patronal y sindicatos, parece que uno de los escasos acuerdos a que se ha llegado es la del traslado al lunes más próximo de algunas festividades, entre ellas la de la Asunción. Bueno, esto último es una traducción, pues las partes, obviamente, sólo hablan del 15 de Agosto. Las manifestaciones previas del señor Rajoy no dejan lugar a dudas de que el gobierno aceptará, si es que no patrocina, dicho acuerdo.
Tampoco voy a abordar aquí la valoración de estas medidas arbitristas, que sólo dudosamente van a afectar a la situación económica. No es esto lo que me interesa. No, lo que me interesa es señalar las diferencias que este caso presenta con el arriba referido y el diagnóstico que permite hacer, a partir de él, de la situación histórica actual de la Iglesia. La tiránica decisión de Napoleón, que sólo llegaba a asociar a una celebración tradicional de la Iglesia (que respetaba) la de un santo más o menos inventado, se ha convertido, al cabo de dos siglos, en el traslado de la festividad por obra de un gobierno perfectamente democrático y el consenso de los así llamados agentes sociales.
Naturalmente, esto no tendría mayor importancia si la Iglesia (su jerarquía) mantuviera la festividad en su fecha tradicional, independientemente de lo que el poder civil decida, pero ¿alguien puede creer que lo hará? Yo, desde luego, no lo creo, y se puede predecir con suficiente seguridad que la Iglesia, dócilmente,  trasladará su festividad religiosa al día que el poder civil le señale como más conveniente. Y, a diferencia de lo que ocurrió hace dos siglos, sin que la amenaza de un ejército ni la tiranía de un emperador jueguen papel alguno.
El asunto sería trivial si no fuera significativo del camino emprendido por la Iglesia hace tiempo, y más concretamente desde esa consigna de aggiornamento que se proclamó hace medio siglo, y que en la práctica ha consistido en uncirla al carro del Estado. Desde entonces, el doble juego de nuestra jerarquía ha sido, por un lado, adaptarse (hablando en plata, someterse) a los caprichos del Estado en algunos puntos, y por otro tratar (en vano, casi siempre) de influir positiva o negativamente en la legislación de éste. Esto último explica  la opción por el enfrentamiento con el Estado con motivo de leyes que la Iglesia juzga (no sin razón) como contrarias a sus principios (la del aborto es un ejemplo paradigmático), en vez de contraerse a instruir a sus fieles sobre los males de lo que esas leyes permiten. La indudable legitimidad de ese enfrentamiento casa mal, sin embargo, con la docilidad con que se somete en otras cuestiones.
Es una tentación tan antigua como la Historia de la Iglesia la de que ésta trate de influir en el poder más que de preocuparse por sus fieles, pero con su lentitud característica, la Iglesia (sus cabezas pensantes, en el caso de que las haya) no se ha percatado de la evolución de las sociedades. En la Edad Media, incluso en plena Reforma, podía sostenerse ese principio de cuius regio, eius religio, esto es, que la religión practicada por los súbditos dependía de las de sus gobernantes. Esto, unido a la sólida fe de las masas, permitió a la Iglesia obviar a éstas durante siglos. Hoy, descuidar a sus fieles y preocuparse por influir en los gobernantes de Estados crecientemente descristianizados es un monumental error en el que, por desgracia, se insiste.
Pero además, la Iglesia Católica, al pretender asociarse tan estrechamente al mundo moderno, no ha tenido en cuenta que éste, desde el Siglo XVIII, más o menos, ha perdido el sentido de la tradición, y que la pérdida de la tradición amenaza a su propia identidad (la de la Iglesia). Este es un punto que exigiría mayor desarrollo, pero que sólo esbozo, en aras de la brevedad: la tradición no es racional, es trivial en apariencia (importa poco que la Asunción se celebre el día 15 de Agosto o el lunes siguiente), pero es consustancial a la Iglesia y a su motor fundamental (la fe), y, desde el punto de vista práctico, su pérdida no hace sino dejar a la arbitrariedad del gobierno de turno la decisión sobre cualquier aspecto de la vida de los gobernados, incluido el religioso. En el caso concreto que comento, deja en manos de un gobierno laico determinar, en función de sus propios intereses, cuándo se celebra una fiesta religiosa.  
Decía Juan Manuel de Prada, comentando este asunto, que si esto lo hubiera proyectado Zapatero habríamos dicho que pretendía descristianizar España. Pero, en realidad, no hace falta: España lo está suficientemente. Peor aún, en el fondo, somos los propios católicos, y no nuestras jerarquías o gobernantes, los que hemos devaluado u olvidado el significado religioso de las fiestas, que para algunos (y cada vez menos) se reduce a la mera obligación de oír misa. Dicho de otro modo, somos los propios cristianos los que hemos abandonado nuestra fe, al menos en algunas de sus manifestaciones externas. Así, no podemos quejarnos demasiado de estar ahora al albur del poder político y sus necesidades o apariencias. Como no podremos quejarnos el día (que llegará) que, como decía con gracia Antonio Burgos, el Jueves Santo se celebre también en lunes.