sábado, 25 de diciembre de 2010

La velocidad y la educación.

Hoy he ido de viaje. A comer con la familia, como es lo normal en Navidad. La carretera, a mediodía, se encontraba bastante transitada. He salido de la ciudad sin pensar, acomodando mi velocidad a la que circulaban mis compañeros de viaje pero pronto me he percatado que estaba excediendo el límite impuesto en el tramo que atravesaba. He frenado suavemente, me he apartado a la derecha de la vía y he fijado el automático del coche en el tope de la velocidad autorizada. A partir de ese momento, he ido tratando de respetar escrupulosamente los límites que iban apareciendo a la derecha del camino. Y también, a partir de ese momento, los coches circulaban por mi izquierda a una velocidad muy superior a la mía. La conclusión que he venido a obtener es que, en ese preciso instante, era yo el conductor más peligroso que andaba por allí pues los coches que me alcanzaban, al ver de sopetón que no rebasaba los 80 Km/hora en una autovía -en obras-, frenaban bruscamente o cambiaban de carril de forma violenta cortando el paso al que venía, a toda marcha por el carril izquierdo, no sin antes obsequiarme con un sonoro pitido.

¿Era mi velocidad adecuada? ¿Eran mis compañeros los que vulneraban la ley? ¿Era esa ley de límites justa, es decir, existían razones más poderosas que el derecho de mi libertad personal para que me la coartaran en aras de una hipotética seguridad pública?

No puedo ocultar que me gusta conducir. Sobre todo con un coche potente y por carretera de montaña con mucha curva. Frenar antes de entrar a la curva y justo en su centro comenzar a acelerar para salir zumbando de la misma, frenar antes de llegar a la otra y así sucesivamente. Como pueden suponer no me gusta la autovía ni la autopista por aburrida y el único aspecto que la puede hacer más atractiva es la velocidad.

Coartan mi libertad y me prohiben conducir a partir de una determinada velocidad. En autopista o autovía, 120 Km/hora, hasta llegar a ciudad en la que no puedo pasar de 50 en el mejor de los casos.

Y no es que lo encuentre mal porque a mí me guste conducir rápido. Lo encuentro mal porque los límites de la velocidad tienen los siguientes problemas:

La limitación se impuso en los años 70 para reducir el consumo de combustible, no para salvar vidas.
En algún país europeo estos límites no existen y tienen menos muertos por accidente de tráfico que nosotros.
Quien fija estos límites -con excepción de velocidades máximas- es la empresa que hace o termina la obra. Es decir, aquí hay un completo fallo en la potestad legislativa. Es una norma limitativa de derechos que no es decidida por el Parlamento y ni siquiera es publicada en un boletín oficial. Sin embargo nos pueden sancionar si lo incumplimos. Falla totalmente el principio de legalidad. ¿Se han fijado Vds. que los tramos en obras, en ocasiones, stán tan mal señalizados que es imposible hacer caso de los mismos?
El límite de velocidad -y cualquiera que conduzca lo sabe- no depende solo del estado de la carretera, sino de la potencia del coche, y de las aptitudes y estado del conductor. Y estas dos últimas variables jamás podrán ser evaluadas por una señal de tráfico. Hay calles de las ciudades en las que circular a menos de 50 Km/hora es ridículo y hay calles en las que, por prudencia -y aunque no esté fijado así- deberíamos circular al paso de un hombre pues por la estrechez de la vía y por haber aparcado coches a los lados es peligroso cruzar la calle más rápido ya que de entre los coches y sin poder atisbarlos hasta que los tenemos encima pueden salir peatones despistados, niños o animales.

Todo esto me hace pensar en que quizá en nuestro país estamos apoyándolo todo en una legislación restrictiva y no en una educación en valores y en sentido común. Las autoescuelas no enseñan a conducir, solo enseñan a llevar un coche, que no es lo mismo ni se parece. Llevar un coche es tener la responsabilidad suficiente para saber que tenemos un arma mortal en nuestras manos y esté o no esté limitada la velocidad tenemos que adecuarla a las circunstancias ambientales. En las autoescuelas nos enseñan todas las normas teóricas y luego, en las prácticas, a aparcar, a circular sin demasiado riesgo, a maniobrar... pero echo de menos que a los aprendices de conductor no se les apele a su sentido de la responsabilidad y a la concienciación de que sus acciones pueden tener nefastas consecuencias.

Pero, claro, no es un asunto privado de educación vial sino de la educación en general. Tenemos tan interiorizado que todo lo no prohibido está permitido que, a veces, abusamos de la ley o la aplicamos fraudulentamente cumpliendo su letra mientras

¿Por qué se limita la velocidad máxima con la excusa de salvar vida cuando estamos comprobando que los quitamiedos de las nuevas carreteras que se construyen siguen apoyándose en postes que cuando son colisionados por un motorista lo parten en dos? ¿Es que el gobierno no se da cuenta que eso también salvaría vidas? Comprendo que el gasto en el cambio de los mismos de todas las carreteras en las que ya están instalados sea inmenso -no entro en el asunto del contraste entre el valor del dinero y el de las vidas humanas que eso ya sería objeto de otra entrada- pero no comprendo que se sigan poniendo en las nuevas. ¿Se hace por ignorancia de sus consecuencias? No lo creo. ¿Cobra algún funcionario o político por dejar que las empresas que los fabrican amorticen sus máquinas al coste en vidas que sea? Pues podría ser ya que cuando se impuso la obligación de llevar casco en las motos se demoró su aplicación hasta septiembre de aquel año porque los fabricantes de motos pidieron al gobierno ese retraso ya que, según su justificación, ello podría ralentizar mucho las ventas en verano que era la mejor temporada. ¿Es moralmente reprobable esa actitud o la ganancia de unos pocos justifica que haya veinte o treinta muertos más en un verano?

Creo que la velocidad es un asunto grave y no me quejo personalmente de la prohibición de rebasar las máximas fijadas e incluso procuro cumplir pero los accidentes nunca son por alta velocidad sino por que ésta es inadecuada, sea ésta legal o ilegal.

Quizá tengan razón los que afirman que lo único que mueve a los gobiernos es el afán recaudatorio ya que se podría intentar muchas otras acciones y no se hacen. Y una de las principales es la educación, que no consiste en enseñar lo que dice la ley -y a veces como burlarla- sino en lo que persigue la norma, su justificación y su conveniencia, haciendo partícipe al educando del fin común que se intenta conseguir. Mientras una persona no interioriza la necesidad de actuar de una determinada forma, ese comportamiento será forzado por la sanción pero dejará de realizarse en cuanto se tenga la firme convicción de que dicha sanción no se producirá.

Dicen que lo único que diferencia al hombre del animal es su sentido del deber. No en todos los individuos -porque hay quien no lo conoce- pero sí en la especie. Y es apelando a ese sentido del deber y de la responsabilidad como conseguiremos cambiar las conductas indeseables y crear ciudadanos útiles a la sociedad de todos.

jueves, 23 de diciembre de 2010

In memoriam

Tengo en el calendario varias Navidades que recordaré siempre con tristeza. Esta va a ser una de ellas. Y es que Jerry, mi perro, ha decidido irse para siempre.
Eso sí, se fue con las botas puestas porque ya herido de muerte, esperando a que le viera el veterinario, acostado de espaldas sobre mi regazo,. desorientado e indiferente a todo cuanto pasaba a su lado, hizo un postrer esfuerzo para girarse a mirar, a oler, a un perrillo que salía ya de la consulta. De momento, no acerté con la causa de su interés pero oí que su ama la llamó: ¡Lupe, no tires! Era hembra y Jerry, caballero como siempre, aun en su recta final se volvió a mirar/oler a una dama. Aunque fuera a distancia.
Ha dejado nuestra casa vacía. Al levantarme esta mañana he vuelto, sin darme cuenta, a rodear en la oscuridad su cama que ya no estaba. Lo estoy recordando todo el día y, de tanto en tanto, los ojos se me humedecen en una reacción que no soy capaz de controlar.
Jerry nos eligió a nosotros. Fue abandonado aún con su collar en una carretera, y lo encontramos, con más hambre que un maestro de escuela de la postguerra, en medio del campo cuando paseábamos a nuestros perros de entonces. Se vino detrás hasta casa. Caminó a una prudente distancia de todos nosotros, sin atreverse a acercarse pero sin rezagarse. Tendría unos cinco meses y ya sentía un miedo cerval hacia los humanos, pavor que le acompañó toda su vida. Quizá nuestra manada, al ser mixta –dos humanos y dos perros- le pareció menos mala.
Al llegar a casa no le dejamos entrar y se quedó gañendo en la puerta. Como un niño abandonado que no sabe adónde ir. A nosotros nos quedó el corazón encogido y un sentimiento de culpa que no nos merecíamos, pero nos mantuvimos firmes. Al fin y al cabo, a los dos días nos íbamos de vacaciones por una semana y se olvidaría de nosotros; desaparecería y, si no ves el problema, es como si éste no existiera. Así que era cuestión de aguantar los dos días que quedaban cerrándole la puerta en el hocico cada vez que entrábamos o salíamos. Eso sí, le sacamos comida. Al menos que aguantara lo que pudiera.
El día que nos fuimos le compré tres ensaimadas en la pastelería y se las puse en el suelo. Como tiene hambre se pondrá a comer atolondradamente y no se dará cuenta de que nos vamos. ¡Ilusos! Cuando se percató de nuestra marcha, abandonó la comida y comenzó a correr con desesperación detrás del coche a la máxima velocidad que le daban sus cortas patitas –era una especie de foxterrier español- hasta que sus fuerzas fallaron y se quedó mirando cómo nos alejábamos con la decepción marcada en los ojos.
Pasamos la Semana Santa en Córdoba y ni los faroles encendidos del Cristo más bonito de España lo apartaron de mi mente. Lo imaginaba solo, con hambre, sin cobijo… pero trataba de tranquilizarme pensando que, a la vuelta, habría desaparecido. Vano fue mi consuelo. Dejamos el coche en el garaje, unos metros más allá, y al llegar a nuestra puerta, sigilosos por si acaso, respiramos aliviados cuando no le vimos. Cerré la puerta con cuidado de no hacer ruido. Y no habíamos salido aun del recibidor cuando oímos un gañido acompañado de rascones en la puerta. Volvió mi mujer sobre sus pasos; abrió la puerta y allí estaba él, sentado bajo el dintel del portal, expectante, sin mover la cola, esperando… “Pasa -le dijo mi esposa-, te lo has ganado”. Y entendió al instante que había sido admitido en la manada elegida.
Fue un perro serio, nada dado a las demostraciones excesivas de afecto y mucho menos a su petición exagerada. Cuando deseaba una caricia se colocaba a tu lado y miraba intermitentemente tus ojos y tus manos. Le tocabas un poco la cabeza y le decías: “Ale, Jerry, ya está” y se alejaba satisfecho hacia su colchoneta.
Ha sido el último de una saga de diez amigos de cuatro patas: Rufo, Cuca, Charly, Doc, Sony, Negra, Black, Nela, Yaso y Jerry. Pero ya he hablado con el Refugio de Animales Abandonados y, seguramente este domingo, iremos por un perrillo de poco tamaño –ahora vivimos en piso- que sea mayor, de los que no es fácil que nadie adopte. Este nuevo perro no nos hará olvidar a todos los otros, que cada uno se ganó su lugar en nuestro corazón pero volveremos a sentir el cariño más desinteresado que existe: el de un perro a su amo.
En memoria y homenaje de todos ellos escribo esto que, quizá, quien no haya convivido nunca con un perro no sepa comprender.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Las batas de los médicos y los bares

A veces, al salir del centro de salud cuando voy al médico, me detengo un momento a tomar un café en el bar de enfrente. Es un bar modesto. Limpio, con azulejos –lo que hace reverberar las voces de los parroquianos y produce un ruido ensordecedor- hasta el techo, con las dueñas y el camarero pendientes en todo momento del cliente: de lo que quiere, de cómo lo quiere, de sus caprichos, de sus necesidades… Es agradable porque te hacen sentir como en tu propia casa. Además, guisan bien por lo que, cuando no puedo, por la causa que sea, comer en casa, me paso por allí y, si el menú no me satisface plenamente, Lourdes, una de las dueñas, me ofrece enseguida una alternativa: me pone dos primeros o dos segundos o me cambia el primero o el segundo por otro postre. Quedo siempre contento. Y es que se desviven por cada uno de los clientes que tienen.

Pero hay algo que desentona en un país con tantas normas sanitarias por metro cuadrado como el nuestro.

Constantemente –ya he dicho que el lugar queda justo enfrente del centro de salud- entran los trabajadores de ese centro a tomar su desayuno, a comer, al aperitivo, al café… No me quejo de que lo hagan. Dudo que en toda mi ciudad exista otro centro de salud con el local más cutre y el personal más amable, incluidos administrativos, enfermeros, médicos, celadores… Solo señalo que al salir del centro no se molestan en quitarse la bata blanca con la que atienden a los pacientes y que, aunque por razones obvias no he visto, la tela debe estar repleta de innumerables bacterias, bacilos, virus y demás bichitos por el estilo que, aunque invisibles por diminutos no por ello menos peligrosos.

Ya sé que yo mismo salgo del centro de salud y voy también al bar. Pero yo he estado un ratito y ellos se pasan allí toda la mañana. Por una simple regla de tres, ellos deben llevar muchísimos gérmenes más que yo, y, dado que son profesionales, deberían conocer la inoportunidad e insalubridad de la costumbre de salir vestidos con el sudario de cultivo microbiológico que es su bata.

Sin embargo, no existe norma alguna que limite o prohíba esta costumbre. Como tampoco existe una norma que obligue a todas las panaderías a que no toquen las mismas manos el pan que sirven y el dinero que cobran, cuando es sabido que las monedas también vienen llenas de “regalos” al haber pasado antes por tantas manos. Por sentido común ¿qué costaría que los sanitarios y auxiliares se quitaran la bata antes de salir del centro de salud o que el expendedor de pan utilizara una bolsa de plástico para cubrirse la mano cuando envuelve el pan a un cliente?

Quizá alguien me llame maniático pero no creo serlo. Los médicos están hartos de avisarnos cuántas gripes –sí, esa enfermedad tan común y traicionera- se podrían evitar con la sana costumbre de lavarnos las manos varias veces al día y, sobre todo, cuando llegamos a casa o vamos a comer. Y si se evitarían las gripes, supongo que pasará también con otro montón de enfermedades.

Bueno, pues desde aquí lanzo la llamada al sentido común de los profesionales –que deben dar ejemplo-, al de los usuarios –que deben exigir y practicar esa higiene-, y a las autoridades para que realicen una campaña de concienciación en esta materia. Tanto dinero que se gastaron –creo que un poco alegremente o ¿quizá debería decir interesadamente?- en asustarnos con la gripe aviar y la porcina, ¿no podrían dedicar una parte del presupuesto en concienciar a la gente sobre las virtudes de la limpieza y su incidencia en la salubridad pública y privada?

En fin… yo, desde luego, seguiré con mi costumbre de lavarme cada vez que entro en mi trabajo o en mi casa al venir de la calle –he subido en autobús o metro y me he agarrado con la mano la barra de sujeción en la que debe estar las miasmas como piojos en costura- y, sobre todo, antes de sentarme a comer.

Les invito a hacer lo mismo.