viernes, 16 de julio de 2010

La injusticia de una noche

Me hallaba solo y desamparado en una carretera secundaria porque mi añejo automóvil, incomprensiblemente, después de tantos años de andadura feliz, comenzó a temblequear y renquear hasta que le dio por pararse por completo en plena noche, obligándome a descender de mi cabalgadura con el fin de iniciar la tarea, de incierto resultado por lo avanzado de la hora, de toparme con alguien que pudiera brindarme una ayuda en mi desgracia. Porque ¿qué hacía yo a las tres de la mañana, a una hora de camino de mi casa, en un paraje tan desolado y siniestro?
Era una noche de especial negrura, de ésas en que las farolas, para emular a la luna nueva, se apagan vaya Vd. a saber por qué, y dejan sumido el paisaje en una tiniebla permanente e impenetrable.
Al escrutar el horizonte, imaginé más que vi, a lo lejos, una luz roja, y comencé a caminar en pos de la estrella que me ofrecía el azar, esperando descubrir algún bar abierto en el que hubiera parroquianos amables que pudieran y quisieran echarme una mano en mi infortunio. ¿Qué otra cosa puedo decir de aquel lance en el que colocó Fortuna? Infortunio era y no pequeño pues hacía horas que habría querido estar durmiendo.
La carretera, intransitada totalmente en el rato que serpenteé con ella, estaba guardada por centinelas arbóreos, altos como gigantes, que crecían alineadamente en sus márgenes y que, en aquella opacidad visual me sirvieron de guía pues no me impuse más tarea que la de llegar al siguiente árbol, único al que podía intuir, y siguiéndolos, uno tras otro, me condujeron a una casa aislada, de planta baja y un solo piso con tres ventanas que daban a la calle, es decir, a la misma vía por la que venía yo. Poseo un hado venturoso pues, aparcados a la puerta descubrí tres automóviles. Cierto que dos eran furgonetas un tanto vetustas y añosas pero el tercero, ¡oh el tercero! Un Mercedes que, si bien, no era de alta gama sobresalía en el conjunto. La luz roja que columbré en la lejanía desde donde me dejó mi coche, no eran sino los neones de la puerta que daban nombre al local: Melody.
Buen augurio, pensé. Melody ha de significar, necesariamente, melodía y ello presupone equilibrio y amalgama de varias cosas que, todas juntas, hacen otra agradable. Así que franqueé la puerta del local alegremente. Una puerta tosca, de madera, sin florituras. Y me hallé ante un cuadro de Rubens. Cinco hermosas damas, entradas en carnes -y creo que también en años- ligeras de ropa -supongo que, por el calor y la humedad existentes en el interior- sentadas en taburetes y apoyadas a lo largo de una barra de bar tapizada de escay en su borde. Algo extraño me llamó la atención, pues la disposición de las damas, de espaldas a la barra y todas en hilera no era la habitual en estos casos. El bar, porque aquello era un bar, no disponía de mesas y sillas, y de los tres clientes propietarios de los coches que había afuera, dos de ellos también se apoyaban en la pared contraria a la de la barra y, el tercero, hablaba en voz baja con la dependienta un poco más allá. Mujer ésta mucho mayor que las otras, igualmente vestida con ropa muy breve, y que, por sus expresiones y cabezadas no parecía estar muy conforme con lo que el supuesto cliente le expresaba.
Por mi natural confiado, y por la necesidad que me acuciaba, fui a dirigirme a la primera señora para preguntarle si podrían ayudarme o darme cobijo para pasar la noche. No llegué a hacerlo. De pronto, se abrió la puerta con gran estrépito, pues del golpe que le dieron rebotó contra la pared, y entraron -los conté por lo insólito del caso- quince guardia civiles armados hasta los dientes y dos señoras, vestidas de acuerdo a la estación en la que estábamos, es decir, con abrigo, como iba yo, que portaban sendas carpetas.
Intuí que algo no encajaba e, instintivamente, también yo me arrimé a la pared donde estaban los otros dos parroquianos y me apoyé en ella, a la espera de acontecimientos. El hombre, joven, guapo y atlético, que estaba hablando con la señora que regentaba el local, se volvió de pronto y comenzó a comandar la expedición de los Guardias Civiles y su compañía femenina.
A nosotros no nos hicieron ningún caso por lo que tuve oportunidad de mirar y remirar el local, donde los desconchones evidentes de pintura, decoraban las paredes mostrando dibujos como si fueran cuadros abstractos. Pronto advertí que, en el mostrador, olvidado por todos los presentes, aparecía una procesión de cucarachas negras que se desparramaban para un lado y otro sin que nadie hiciera nada para evitarlo.
Los Guardia Civiles, entre cuyas filas marchaba una mujer uniformada, se dedicaron a registrar y sacar todo cuanto encontraron debajo de la barra y ponerlo encima, sin preocuparse si pisaban o no alguno de los insectos que procesionaban por ella.
Oh! Apareció una libreta y el Guardia Civil que la encontró llamó a las dos mujeres vestidas de paisano y cuya función se me escapaba, con la alegría impresa en el semblante pues parecía que habían hallado uno de los objetos que andaban buscando. El local era pequeño y aunque estaba en la parte contraria del mismo, mi ubicación me permitía ver y escuchar todo lo que decían. No averigüé gran cosa pues ellas señalaban las líneas escritas en la libreta y decían que aquello no podían ser consumiciones pues de las cantidades se deducía que su importe era superior al que se podía cobrar en el local y que por lo tanto, esas cantidades debían corresponder a “lo otro”. No lo entendí. ¿Qué sería ese “lo otro”? Después comenzaron a interrogar a las mujeres una por una, pidiéndoles datos de identificación y situación legal y laboral.
Al cabo, los guardia civiles que habían penetrado por una puerta lateral que abría a una escalera interior, bajaron diciéndole a su jefe que el piso superior estaba distribuido en seis habitaciones y un solo cuarto de baño, con lo que quedé tranquilo pues, si bien parecía que la noche se iba a alargar un poco por aquella intrusión armada, podría pasar el resto de la misma bien instalado en una de aquellas camas.
Pero la noche parecía de goma pues mi percepción la estiraba y la estiraba haciéndola interminable. Simultáneamente al registro del piso superior, dos guardia civiles varones y la mujer fueron introduciendo a cada una de las mujeres en una habitacioncilla que se hallaba a mi lado, y por lo que pude oír a través del tabiquillo y la puerta mal cerrada, les preguntaban cuál era la razón de su presencia en el local y, al menos esa impresión me dio, las cacheaban también. No sé qué buscarían. ¡Si con la poca ropa que llevaban ya se veía todo lo que pudiera haber!
Ellas insistían y volvían a insistir a preguntas de todos los presentes -menos nosotros, claro- que eran amigas íntimas y se reunían en el local por ser todas de la misma nacionalidad centroamericana para disfrutar un rato tomando una copa. Pero el caso es que era un bar, estaba claro, pero no pude ver más que dos botellas en toda la estantería, una de whisky malo y otra de coñac andaluz barato. Ni cafetera, ya que se sustituyó –por las trazas que su desmontaje dejó en la pared- por una máquina automática de esas que funcionan con monedas.
Los dos hombres de mi lado mostraban su disgusto por la intrusión y el que estaba junto a mí preguntó a uno de los números qué iban a hacer con ellos porque no tenía ningún interés de que su mujer se enterara de dónde se hallaba. Tranquilizolo el guardián de la ley, informándole que si llevaba su documentación y la de su coche en regla, en breve le dejarían marchar sin más trámites.
Fue en ese momento que, a petición de una de las mujeres de paisano que, a la sazón, sudaban como cerdos dentro de sus abrigos -igual que yo- la dueña del establecimiento abrió una puerta justo a mi lado y pude ver otra habitación, sin ventana a la calle, y con bidet y lavabo incorporados, llena de trastos hasta el techo, salvo la cama, la cual daba dulce y cálido cobijo a una familia entera de cucarachas diferentes a las que paseaban, a sus anchas, por la barra. La señora, cuando salió sin lo que buscaba, se acercó a un número de la guardia civil que esperaba en la barra e intercambió unas palabras con él. Éste vino a decir que no tendrían que haber ido ellos sino una brigadilla de biólogos con el fin de comprobar si, en aquel lugar ignoto e inexplorado -por la falta de limpieza- había aparecido alguna especie nueva de artrópodo cucarachídeo que pudiera haber dado brillo y esplendor a la ciencia hispana.
Al oír el comentario se ve que mi semblante delató la sorpresa que me embargaba pues, de dos zancadas, se situó frente a mí el que había hablado y me pidió la documentación completa. La había dejado en el coche por lo tanto tuve que permanecer en el local hasta que todo acabó y fui conducido por un coche camuflado de la Guardia Civil a donde había estacionado el mío para mostrar mis documentos de identidad y los del vehículo. En el Mercedes estacionado a la puerta subió el comandante del grupo.
No se portaron mal. No podía dejar el coche allí por el peligro que suponía para los que pudieren circular por la vía, así que tuve que llamar a la grúa -no disponía de seguro vigente pero no se dieron cuenta- y un guardia civil me escoltó hasta que salí del lugar, clareando el alba, hacia mi casa.
Pienso en aquellas mujeres, que, inocentemente se reunían para hablar de sus cosas y en el susto que les dieron, y solo me viene a la cabeza la procesión de insectos blattarios que desfilaban por la barra.
Señor ¡qué injusta es la vida!

5 comentarios:

  1. Arnau: A caso eso es una inspeccion? Desde luego da pena las mujeres en esa situacion.

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  2. PATETICO ARNAU. ME DAN MUCHO ASCO LAS CUCARACHAS, LEYENDO EL ARTICULO SE ME PUSO LA CARNE DE GALLINA. EL PROXIMO SE MAS DULCE Y TE PROMETO QUE TE LEERE.SALUDOS.

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  3. Sí, es patético pero, aunque deformado, es cierto como la vida misma.

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  4. Parece ser el primer capítulo de una interesante novela negra. Pero, ¡qué bien escribes, coño! Introduces en la narración al lector, que pasa los mismos apuros que los protagonistas. Y la legión de cucarachas... ¡qué asco!
    ¿Puede alguien vivir en un ambiente así? ¿Y tienen clientes con esa sordidez? Pero, a la vez, se mueve uno a compasión por las pobres mujeres explotadas... Con qué inconsciencia las utilizan algunos para su satisfacción. ¿No son personas humanas con la misma dignidad que los demás? ¿No está abolida la esclavitud? ¿No ven en ellas más que objetos de placer? Todas merecen respeto, comprensión, afecto y ayuda para salir de ese humillante oficio. Carpio.

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  5. xixiuexarte@hotmail.com18 de julio de 2010, 15:36

    En la sordidez de local,se nota las penurias que pueden llegar a pasar esas personas,siempre sujetas a los vaivenes de la sociedad, y a los de las fuerzas de seguridad del estado, que en muchos casos, aunque este no parece ser uno de ellos, tienen derecho de pernada, en ambos sentidos de la consumicion, es triste ver la vida que llevan estas mujeres, nadie hace nada para solventarlo, de dia quien sabe lo que hacen, ellas dicen empleadas de hogar y de noche prostitutas. A pesar de ser el oficio mas antiguo del mundo, una pena.

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