domingo, 1 de agosto de 2010

D. Amador y las farolas

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Don Amador salió del café donde departía habitualmente con sus contertulios y comenzó a caminar por la calle Moratín hacia el norte. Era medianoche y se dirigía a casa. Había llegado soltero a la sesentena y vivía, completamente sólo, en un piso enorme de techos altos con adornos de talla, decorado tal y como lo había dejado su madre al morir. No había nada viejo pero todo era antiguo y extemporáneo. Desde las cortinas de terciopelo verde oscuro con pasamanería dorada en el borde que cerraban el pasillo y quitaban la luz que entraba por las ventanas hasta la tapicería del tresillo, de abigarradas flores multicolores sobre fondo rojo, pasando por la cocina de impolutos bancos de mármol y un cuarto de baño de bañera con patitas de león, todo era vetusto y parecía que el tiempo se había parado en un momento determinado de la vida de aquella vivienda y, desde entonces, no se hubiera puesto nada en movimiento. Ya decía San Agustín que el tiempo es el movimiento, que si éste no existiera no habría tampoco tiempo. Y allí, en aquella casa, no se movía nada.
Don Amador era rentista, es decir, vivía de las rentas que le proporcionaba su patrimonio agrícola, sin que él tuviera que mover un dedo para ganarlo. Todo se lo gestionaba el capataz que, si bien le robaba honradamente, era avispado como una ardilla y sabía pagar poco a los jornaleros y vender cara la cosecha. Y bien mirado, las sisas podían calificarse de justa compensación pues su jornal no estaba en consonancia con las responsabilidades que el amo le echaba encima.
Como buen hidalgo español, no trabajó nunca, y sus días transcurrían, desde que dejó los estudios después del Examen de Estado, en una monotonía y placidez tranquilas que únicamente se interrumpían para su asistencia a las tertulias de El León de Oro. Allí acudía por la mañana, a tomar su café y leer la prensa, después de comer para el café de la sobremesa y la tertulia vespertina y después de cenar para departir con los amigos de toda la vida, que a esa hora acudían acompañados de sus mujeres.
Yendo hacia su casa, llegó a la altura del cruce con la calle de Las Barcas, donde el Ayuntamiento había instalado una hermosa farola de hierro forjado, atornillada a la pared, que se abría en tres globos de luz mortecina y amarilla, sostenidos por un arco con volutas modernistas. D. Amador se paró en seco. Miró hacia la luz y, como si un resorte automático interno se le hubiera puesto en marcha, se quitó el sombrero en señal de respeto y comenzó un monólogo amable y tierno: “Adelita ¡qué gusto volver a verte! ¡No sabes cómo te echo de menos! Nos casaremos pronto. Mis padres se darán cuenta de que eres el amor de mi vida y dejarán que seamos novios. Lo conseguiré, no temas”. Ya en un susurro añadió: “Y ahora me voy, antes de que tus padres se percaten de que te has asomado a verme. Piensa que vivo por ti y para ti y nadie nos separará jamás. Eso te dará fuerzas para esperar. Adiós, amor mío”. Y siguió su camino. E hizo lo mismo en las otras tres farolas que se tropezó en el trayecto de su casa.
Detrás de él, sigilosamente, le seguían tres amigos de la tertulia que, como ángeles guardianes, se aseguraban de que entraba en casa cada noche. Pues D. Amador, de carácter apacible y sumiso, se enamoró en su juventud de Adela, y sus relaciones siempre estuvieron presididas por una farola como aquéllas ya que se veían obligados a hablar estando él de pie en la calle y ella asomada a una ventana próxima a la farola. No llegaron nunca a salir juntos pues a sus padres no les parecía un buen partido para él y le prohibieron verla. Hasta que un aciago día, la tuberculosis que segó tantas vidas en esos años, se llevó a Adela y él no pudo superarlo. Se transtornó pero su desorden mental solo consistía en recordar sus amores cuando hallaba una farola encendida y, en ese instante, retornaba por un momento al pasado para revivir la ilusión de su vida: casarse con Adelita.



2 comentarios:

  1. Yo ya empiezo a perder memoria, quizás primer indicio de un incipiente, o no tan incipiente, trastorno mental. Por eso no sé si oí o leí en algún sitio, que el escritor en sus escritos se va retratando, no por fuera, sino por dentro. ¿Será así? Al menos, por esos derroteros me atrevo a aventurarme y, casi me atrevo a considerarte amigo admirado, porque me imagino ir conociéndote mejor. Tanto detalle en la descripción de los detalles, tan bien dibujada la identidad de D. Amador, nostálgico enamorado de un antiguo amor. ¿Quién al llegar a cierta edad no conserva el dulce recuerdo de una dulcinea cuya efímero cruce en nuestra vida dejó una huella imborrable?... ¿Es una historia pareja a alguna experiencia tuya, o tal vez mía, o de cualquier lector de tus escritos?
    Qué hermoso es el amor que marca una vida y la llena y le da sentido. Es la única y auténtica fuente de felicidad en esta vida, en la que tenemos que bregar con tantas contradicciones. Gracias por tus escritos. Carpio.

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  2. Como bien dice Carpio, todos tenemos en nuestra alma un recuerdo no olvidado, ya sea da infancia, adolescencia o madurez. Todos recordamos cuando paseabamos dando vueltas a la manzana, tratando de atisbar al amor de nuestra vida, que duro lo que dura un verano, las amables conversaciones de las madres de los susodichos alabandolos. Todos hemos tenido una historia similar a la de D. Amador, en nuestro pueblo, en nuestra ciudad, pero sobre todo en nuestra alma. Amores que fueron marchando pero uno quedo impasible al tiempo y las vivencias. Recordad queridos lectores de Arnau, siempre nos quedara, nuestro particular, París.
    Jimena de Ruiz

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