
Pero hoy ha pasado algo que yo no quería que pasara porque sabía que el día que ocurriera me quitaría la felicidad y tendría que hacer algo porque si me escaqueaba del deber que nadie me imponía me sentiría culpable toda la vida. He oído una noticia que había oído decenas de veces y no me había hecho ninguna mella. Todo lo más un comentario cansino: Hay que ver cómo está el mundo. Es que ya no se puede confiar en nadie. Pero hoy el locutor me ha lanzado un dardo directo al corazón y no he podido pararlo a tiempo. He oído la noticia, que él leía en la máquina esa que les ponen enfrente para que ni siquiera tengan que bajar la cabeza a ver el papel o ejerciten la memoria, y, de golpe y sin pensar, he comprendido en un instante o, mejor dicho, he tenido interés de comprender en ese instante, lo que aquellas palabras encerraban. La televisión tiene la ventaja de que las imágenes que emite no huelen, y en la mayoría de ocasiones les quitan el sonido original. Pero esa noticia, la que a mí me tocó el corazón, no tenía imágenes -¿Cómo iba a tenerlas?- con lo que la huella que dejaba en el televidente era nula. A mí me cogió al través, de sorpresa porque, de haberlo sabido, no me dejo; eso está claro. ¿Por qué tenía que ponerme en la piel de aquella persona que hacía las atrocidades que encerraba las palabras –suaves, eufemísticas- que decía el locutor? ¿Para comprender la atrocidad? ¿Y qué podía hacer para evitarla? Nada. Era mejor que mi consciencia no tomara parte, que no me enterara realmente de lo que decían porque esa ignorancia funcional –sé lo que dice pero no pienso lo que significa ni afecta mi vida de ningún modo- me protege y me evita tener que tomar una decisión.
Se me atragantaron las navajas, no comí más berberechos. Me levanté de la mesa con disimulo. Me metí al despacho y allí, sentado ante el ordenador, simulando ante mi familia que miraba algo por internet, me alcanzó la bomba de lleno. Había sido como una bala-bomba explosiva que primero se introduce en el organismo y luego explota haciendo un daño irreparable.
Cerré los ojos y, sin concurso de mi voluntad, las imágenes atroces de lo que debía haber sido la preparación y la comisión de aquella tropelía, pasaron por mi mente con todo lujo de detalles.
Mi corazón, ansioso, se debatía entre emprender una u otra acción o seguir sin hacer nada. Pero como el sexo que cambia –a mejor o a peor- las relaciones que toca, a mí ese instante de clarividencia involuntaria me había cambiado y sentía el deber inexcusable de hacer lo que estuviera en mi mano.
Solo sé escribir y no lo hago mal. Tenía que contar al mundo lo que era aquello y cómo se hacía. No es lo mismo oír que se ha incendiado una casa con gente dentro que oler el humo, oír sus gritos, ver actuar a los bomberos... Los detalles son lo más importante. Tenía que contar esos detalles por difícil que me resultara hacerlo. La gente tenía que conocer lo que encerraban aquellas noticias que en los últimos años daban tan repetidamente. Hasta la saciedad hemos tenido campaña de concienciación contra el maltrato a las mujeres –cosa que está bien pero que yo cambiaría por el genérico nombre de maltrato familiar y así incluiría a padres, hijos, parejas homosexuales y a todo tipo de relaciones amalgamadas por el afecto- pero no he oído ni una palabra sobre el significado de estos hechos que hoy –y otros días- han sido noticia. ¿La causa? No la sé. Quizá hay intereses ocultos o quizá la Administración no ha pensado que sea necesario.
Yo sí lo considero. Por eso he hecho lo que podía hacer: escribir un libro contándolo todo después de hacer muchas investigaciones al respecto.
Me ha gustado el suspense que consigue mantener hasta el final. Pero no sé si he entendido bien, ¿ cuál es esa noticia que le ha afectado tanto ?
ResponderEliminar¿ Ha escrito un libro sobre el maltrato familiar ? Creía que su novela trataba sobre otros temas, ¿ o se trata de que ha escrito otro ?
O no sé si quiere, simplemente, escribir sobre cómo nuestro cerebro filtra las noticias, haciéndolas casi invisibles...
Jose Luis