sábado, 29 de enero de 2011

Mis hijos creen que no me entero de nada

Mis hijos se creen que no me entero de nada. Ahora mismo, la pequeña, a la que le toca cuidarme este fin de semana, me acaba de poner un pijama nuevo de felpa, calentito. Me ha embutido los brazos en las mangas de un batín de lanilla del pirineo, feo como un espantapájaros, y entre ella y la india que me cuida me han depositado levemente en el silloncito donde paso las horas muertas.
Soy viejo. No me gusta eso de la tercera edad. En realidad, yo ya estaría en la cuarta pues tengo 94 años, edad a la que casi nadie llega en plenas facultades. Desde luego, yo no solo no las tengo plenas sino que apenas me queda ninguna. No recuerdo qué he comido a medio día, no recuerdo cuando me ducharon ni lo que pasó ayer, ni antes de ayer, ni el otro... No hablo porque no tengo nada que decir. Quizá si lo intentara, la voz saldría de mi boca más cascada que en otro tiempo pero audible. Pero no me apetece. Mis hijos hacen y deshacen. Me cogen, me levantan, me dan de comer - “¡Abuelo, abre la boca!”-, me visten, me desnudan, me acuestan; cuando vienen visitas, como si fuera tonto, me preguntan “¿Sabes quién soy?”. Yo les miro fijamente en un intento de que se den cuenta de que ni soy un niño ni me he vuelto tonto. Solo soy un anciano. Pero, claro, no comprenden, porque ellos han sido niños, adolescentes, jóvenes, pero viejos no han sido nunca y no saben imaginarse cómo es y qué pensamos.
He perdido mi memoria de tiempo cercano y las ganas de relacionarme con los demás. Y ellos, los demás, piensan que no recuerdo nada, que mi vida es como la de un vegetal –con todo lo que ello significa porque, vamos a ver, ¿cómo saben que un vegetal no tiene memoria o sentimientos? No lo sabe nadie pero los científicos todo aquello que no pueden probar lo niegan absurdamente, sin dejar un resquicio a la posibilidad de que sea-, que no pienso, que no recuerdo a mi mujer, que no recuerdo mi juventud, que mi vida ha entrado en una especie de vacío existencial.
Se equivocan. Hoy mi hija pequeña me señala y le dice a la india que me sonrío -¡será un rictus involuntario! ¿de qué puede sonreír? De nada.
Se equivocan. Hoy ha venido a mi memoria, nítidamente, un hecho de mi vida que me ha hecho sonreír, y ellos no conocerán nunca el motivo de mi sonrisa. ¿Para qué he de hacer el esfuerzo de contarlo si no lograrán entenderlo?
Tengo 14 años y es verano. Como todos los veranos, éste lo paso con mi abuela paterna y su hermana en un pueblo manchego. Alfonso XIII se mantiene en el poder como puede pero eso a mí no me preocupa. Me desazona mucho más la criada que ese año ha contratado mi abuela. Tiene 16 años y a mí me parece ya una mujer en sazón. La espío, la deseo, pienso en ella a toda hora. Este invierno se les murió la mujer que las servía y esta la ha sustituido. Bendito cambio: las hebras rubias de su cabello me parecen el oro más bello del mundo, los pechos ya formados en todo su esplendor tironean de los delanteros de la blusa y ésta se abre mostrando el canalillo más apetitoso. Los ojos color miel con un puntito de picardía me miran, a veces, yo diría que golosos. Me apetece pero no acierto a acortar la distancia que nos separa a pesar de que vivimos en la misma casa.
Esta noche he ido al cine de verano, al que me tengo que llevar la silla de casa porque, en realidad es un descampado con una pantalla hecha de sábanas blancas ensambladas unas con otras y colgadas en la trasera de un pajar. La película, de la que no recuerdo nada más que salía una chica que me la recordaba, acabó tarde y, al llegar a casa, mi tía y mi abuela se habían ido a dormir pero dejaron a la criadita esperándome en el comedor. Volví achispado y atrevido y ella me recibió reprochándome la tardanza que la hacía acostar tan tarde
       Señorito ¡cuánto ha tardado!
       Pero ha valido la pena: al volver he encontrado un tesoro.
       ¿De qué tesoro habla? ¿De mí?
       ¿De cuál va a ser, criatura? ¿No eres tan apetecible como un tesoro?
       Pues si tanto le apetezco suba a mi habitación ahora –dijo mientras echaba escaleras arriba.
       Sí mujer y que me encuentre la puerta cerrada con llave.
       ¿Con llave? ¡Tómela! –me lanzó la llave por el aire para que yo la atrapara y siguió subiendo la escalera hasta que, en mi estupor paralizante, la perdí de vista.
No me atreví a subir. Me fui a mi habitación y no pude dormir. Pasó una hora, dos, tres y yo seguía sin tomar una decisión y dando vueltas a las llaves entre mis manos. Hasta que la imaginé una vez más en mis brazos, sonriendo, dócil, cariñosa, complacida... y, sigilosamente me levanté. Descalzo como iba y sin querer encender la mortecina luz de la bombilla para no despertar a mi abuela y a mi tía, comencé el ascenso a las golfas de la casa. Su puerta me esperaba junta, sin cerrar; y sin pensarlo dos veces me metí entre las sábanas con ella.
El desastre más horrible comenzó entonces. Ella, harta de esperar a un indeciso como yo, se había dormido hacía  horas y, al notar a su lado a otra persona, despertó súbitamente gritando: ¡Socorro, socorro, ladrones, ladrones! Me lancé de la cama, salí al pasillo a todo correr -¡Ay, si tuviera que hacer aquello ahora!- y salté los escalones de cuatro en cuatro para llegar a mi cuarto y acostarme antes de que salieran mi abuela y mi tía al pasillo y se dieran cuenta de lo que pasaba. Pero las desgracias nunca van solas. Tuve tan mala pata que en el segundo rellano, ya casi llegando a mi destino, tropecé con la plancha de la ropa que habían dejado allí para que se enfriara. Era una de aquellas planchas de hierro, huecas, para meter en su interior carbones al rojo vivo. Le di una patada, la plancha se abrió y esparció el carbón ya apagado; resbalé, me rompí el tobillo, me tizné de negro el blanco calzoncillo y las piernas, rodé escaleras abajo y, entonces, entonces... se encendió la luz y me vi hecho un ovillo justo delante de mi tía y mi abuela, ambas con gorro de dormir y camisón blanco largo, que parecían fantasmas añadidos a mi pesadilla.
Me miraban con seriedad, tratando de que la risa no les asomara a la cara pero no acababan de conseguirlo. Me cogieron, me llevaron al comedor, llamaron al médico que me enyesó el tobillo, y no me preguntaron ni por curiosidad qué hacía yo a esas horas bajando por la escalera.
Y a la mañana siguiente, como por arte de ensalmo, la chiquilla había desaparecido de nuestro hogar.


2 comentarios:

  1. Ja, ja, ja, Vaya con los niños de antes, ya estaban pero que muy espabilados. Es una lastima que en estos tiempos que corren, los nietos, no escuchen las batallitas del abuelo, aunque en el momento de contarlas no les haciamos mucho caso, cosas de viejos, ahora con los años se nos hacen simpaticas, reconocemos las vivencias y es que poco a poco, gracias a dios, nos vamos acercando, y, esperemos que con plenas facultades. Jimena de Diaz.

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  2. Que bonito y que triste. A mi personalmente me asusta la vejez, el abandono, no sé, me ha llegado dentro este relato por lo que pensaba el abuelito, pero si no tenemos tiempo para nuestros hijos ¿ como lo vamos a tener para nuestros ancianos ?

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