martes, 10 de agosto de 2010

Historia de una amistad

Menos mal que la noche no ha sido fría. Solo hacia la madrugada, cuando comenzaba a clarear el día, me he tenido que arrebujar un poco con sus ropas, las que dejaron los guardias tiradas en el rincón donde dormíamos.
Cuando se lo llevaron, vagué por las calles sin rumbo fijo, con la mirada perdida y sin ilusión durante un tiempo. Al llegar la noche no supe ya dónde meterme y volví.
Por el olor, comprendí en seguida lo que estaba pasando. Hacía cuatro días que comenzó a oler diferente. Ese olor que tanto quería –y quiero- cambió un poco y supe que algo iba mal. Y acerté. El primer día aun se levantó y se fue a pedir arriba del puente. Yo fui con él, claro. Desde que nos conocimos siempre íbamos juntos. Formábamos una manada muy pequeña, de solo dos miembros pero teníamos manada y, ahora, no tengo nada, salvo su olor en estas ropas.
Nuestra vida fue dura. La de los dos. Porque, a lo largo de todo el tiempo que estuvimos juntos, entendí muchas cosas y constaté que su vida no había sido diferente de la mía.
A mí me perdieron cuando solo era un cachorro de seis meses. Tengo recuerdos de cuando formaba parte de una manada grande, con un jefe y su hembra y tres cachorros humanos que jugaban mucho conmigo. Me lo pasaba pipa con ellos. Nos revolcábamos todos juntos por el suelo. Les mordía los juguetes y me perseguían y luego, a la noche, me dejaban dormir en un colchoncito al lado de la cama del cachorro mayor. No sé qué pasó pero un día me perdí. El jefe de la manada me subió en una caja grande, de metal, con ruedas, que iba muy deprisa –luego he visto que son muy peligrosas porque pueden atropellarte- y nos fuimos muy, muy lejos. Allí bajamos, me tiró mi juguete de goma y, contento de poder devolvérselo, fui por él brincando por un terraplén que bajaba a un barranco. Me entretuve un poco porque no conocía la zona y todo olía diferente y se me empastraron los olores y no podía distinguir bien el de mi juguete pero, cuando lo encontré, radiante de alegría, subí el terraplén y ya no estaba la caja de hierro con ruedas ni el jefe de la manada. Me perdió. Esa noche me quedé allí al borde de la carretera, con el juguete entre los dientes, esperando… pero el jefe de mi manada que lo sabía todo, no supo encontrarme y, al final, muerto de hambre y de sed, tuve que emprender un viaje sin destino. No he sabido nada más de aquella que fue mi primera manada.
Anduve y anduve por la orillita de la carretera. Era un camino estrecho y las cajas de hierro con ruedas pasaban muy deprisa. Por eso tenía que ir pegadito al margen. Bebí en los charcos pero no encontré qué comer. No sé cómo llegué a una ciudad, un sitio que los humanos hacen para vivir todos juntos en cajas, como archivados, y allí busqué algo en las basuras. Pude sobrevivir pero, un tiempo después, se me marcaban todas las costillas porque había crecido pero no había comido lo suficiente.
Fue entonces cuando oí su voz. Psiiii, psiiii… Me volví y con la mano pidió que me acercara. Me acarició el lomo y tocó mis costillas como si fueran cuerdas de guitarra. Yo estaba muy triste y no podía ni mover el rabo con fuerza para que se diera cuenta de que estaba solo pero su llamada había encendido mi esperanza, solo que había olvidado como comunicarlo. O quizá entonces no lo sentía. No esperaba encontrar mi manada y no sabía que podía formar parte de otra.
Él no tenía una caja para meternos cuando aprieta el calor o por la noche a dormir. Solo teníamos un carro metálico donde metíamos la comida y la ropa. De noche, bajábamos al río y él hacía una cama para los dos con cartones y plásticos para evitar la humedad que subía de la tierra. Nos tapábamos con una manta. Yo me enroscaba y él se cogía a mí y, en las noches de invierno, pasábamos menos frío que estando solos. Comíamos lo mismo. Pedía limosna en lo alto del puente y yo le acompañaba. Una vez una mujer le dijo que le compraría comida para varios días pero tuvo que rogarle que no lo hiciera, que solo para ese día porque, de lo contrario, esa noche nos atacaría cualquier otro para robárnosla. No se dio cuenta de que yo estaría con él y no habría dejado que eso ocurriera. Ahora era un pastor alemán cruzado, grande y bien comido, y mis colmillos, convenientemente mostrados, habrían hecho desistir a cualquiera de la intención de atacarnos y robarnos. Pero él no lo sabía porque yo nunca le enseñé los dientes ni le gruñí. Solo le lamía la cara y las manos porque era el jefe de mi manada y le quería.
A él le pasó algo parecido a mí. También tuvo manada hasta su adolescencia pero les echaron de su caja de vivir y dormir y se perdió y, desde entonces, sobrevivía en la calle sin tener dónde ir.
Nuestro encuentro creo que nos hizo felices a los dos. Teníamos manada y eso es imprescindible.
Pero cambió su olor y vi que pasaba algo malo. Ese día subió al puente pero al siguiente ya no pudo. Permanecí con él. Se quedó acostado en los cartones y la frente le ardía. Yo le lamía la cara para refrescarle pero cada vez olía más a eso que no me gustaba nada. A la noche dejó de respirar. Y yo me quedé con él, a su lado, porque pensé que, aunque estaba allí, realmente lo que pasaba es que se le había perdido el alma, como me perdí yo, pero volvería, se metería otra vez en aquel cuerpo inerte, le daría calor y seguiríamos con nuestra vida.
No acerté. No le dieron tiempo a volver porque, al día siguiente, me despertaron las voces de unos hombres, vestidos todos igual, que bajaban al río y venían a nuestra guarida. Me tiraron piedras para que me fuera pero yo no podía abandonarle. Me planté delante de él, con las cuatro patas en tensión, mirándolos a todos con los ojos enardecidos por el miedo a que le hicieran daño, y entonces sí, les gruñí ferozmente y les enseñé mis colmillos para que supieran a qué atenerse. Pero eran muchos y uno de ellos sacó una cosa negra, me apuntó con ella y hubo un ruido enorme. Por un momento me quedé sordo y del miedo, salí huyendo despavorido. Me quedé a una distancia prudente y comprobé cómo lo cogían, lo subían a una especie de tabla y se lo llevaban. Cuando se fueron, seguí al coche todo lo rápido que pude pero no fue suficiente; esas cajas de hierro con ruedas corren más que yo. Me quedé vagando por la calle, con ese desinterés en la mirada que se nos queda a todos los perros sin amo.
A la noche, harto ya de dar vueltas buscándolo, volví, me acerqué receloso y sintiéndome culpable de no haber sabido defenderle mejor. Olí sus ropas, las recogí con los dientes, las llevé todas al montón y me acosté cerquita para notar su presencia.
No creo que vuelva. 

6 comentarios:

  1. Muy tierna y emotiva.En resumen maravillosa.
    Enhorabuena.

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  2. He llorado, como todos los que nos sentimos un poco perro, y nos sentimos abandonados, queremos formar parte de una manada. A veces cuando nos abandonan sentimos,que toda nuestra manada se fue, pero siempre hay alguien en nuestros semejantes de cuatro o de dos patas que nos acoge, no s arrulla y nos da sus mejores sentimientos, en el caso de los de cuatro pattas los reciben sin mas, son agradecidos,lo malo es cuando nos los ofrecen a los de dos patas, somos desconfiados, y, temerosos no hacemos caso de aquellos que nos han acogido e incluso los alejamos de nosotros injustamente.


    Jimena de Ruiz

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  3. Lloro, lloro mucho. Todos necesitamos calor y cariño, ya sea "humano" o no. Un relato digno de ser compartido. Gracias por ello.

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  4. Lo he publicado en mi cuenta de google...Gracias por compartirlo

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  5. Se ha superado Vd, Sr.Arnau, brillante, espléndido.Cuando forme Vd. una manada, avíseme, por favor. Eramus

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  6. ¡¡¡ ufffff lo he vivido !!!! Muy emotivo, precioso. Si supiera donde está ese animal ahora le aseguro Sr Arnau que iria a por él, me lo traeria a mi casa.

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